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lunes, 3 de septiembre de 2012

Pedro J versus Rajoy...


¿Y si Gabriel Elorriaga tenía razón?


El 26 de mayo de 2008 el diputado y dirigente del PP Gabriel Elorriaga Pisarik publicó en este periódico un artículo titulado Así no es posible cuyas tres últimas líneas causaron un enorme impacto en la vida política. «Lo que ahora se necesita -decía literalmente- es un liderazgo renovado, sólido e integrador, y eso es algo que, aunque me pese, Mariano Rajoy no está en condiciones de ofrecer».
Lo singular de aquel artículo no era sólo su inusual claridad -los puntos estaban sobre las íes sin merodeos de lengua de trapo- sino la estrecha relación que el autor había mantenido con el destinatario de su crítica. Como secretario de Estado de Administraciones Públicas, director de la campaña electoral de 2004 y secretario de Comunicación del PP, Elorriaga había sido durante más de media década la mano derecha de Rajoy. Pocos le conocían como él, nadie podía opinar con más conocimiento de causa sobre su carácter y aptitudes.
En la atmósfera cargada que precedió al congreso de Valencia el artículo dio pie a las más diversas elucubraciones que vinculaban a su autor a tal o cual maniobra interna. Los hechos las desmintieron. Elorriaga no fue candidato a ningún cargo ni apoyó ninguna lista alternativa, ni siquiera volvió a manifestarse públicamente sobre el asunto. Ahora está claro que se limitó a cumplir con la «obligación» de decir lo que le dictaba su conciencia porque, como él mismo alegaba, «en circunstancias excepcionales el silencio se transforma en deslealtad».
Gabriel Elorriaga sigue siendo diputado -preside la comisión de Hacienda del Congreso- y sigue siendo miembro de la directiva del PP, lo cual rebate el mito de Rajoy como individuo rencoroso y vengativo. Pero es muy probable que si no hubiera escrito ese artículo, hoy sería ministro o tal vez vicepresidente en el lugar de Soraya.
El que quepa esta mera hipótesis podría interpretarse como que el tiempo ha rebatido el corolario de Elorriaga. Sensu stricto ha sido así porque él subrayaba las insuficiencias de Rajoy como un lastre para que el PP, después de perder las elecciones de 2004 y 2008, pudiera ganar las de 2012. Y ahí está en La Moncloa con una mayoría absoluta superior a la de Aznar.
Sin embargo, la profunda decepción que la gestión de Rajoy está generando entre el conjunto de los españoles, incluido un amplísimo sector de los votantes del PP, ha vuelto a poner de actualidad los aspectos sustanciales de aquel diagnóstico. Nunca un jefe de Gobierno ha tenido a los seis meses de llegar al poder el rechazo explícito del 56% de la población y nunca un líder de un partido se ha encontrado en ese momento supuestamente cenital con que más de dos tercios de sus propios votantes tienen «regular» o «mala» opinión de él. (Sigma Dos-EL MUNDO, 23-VII-2012).
Es verdad que tampoco nadie había recibido nunca una herencia tan envenenada desde el punto de vista del bienestar general. Pero eso a la vez que incrementa el mérito de los logros que pueda ir obteniendo -Virtus probatur in adversis- relativiza en cambio el de su triunfo electoral. Como González en el 82, Rajoy ocupó una ciudad abandonada por sus defensores. Nunca sabremos qué habría ocurrido el 20-N si Zapatero no hubiera cometido los errores garrafales que dispararon el déficit, pusieron a España en el punto de mira de la UE y los mercados y le obligaron a iniciar una política de ajustes antagónica al discurso socialista.
En medio de la pesadilla actual ese ejercicio de política ficción es por otra parte irrelevante. Lo que hoy nos preocupa, abruma y angustia no son las causas de nuestra ruina sino la aparente falta de remedios eficaces para ella. Camino ya del primer aniversario de la gran victoria popular, España está peor que entonces. Ha subido el paro -hasta los 5,5 millones-, ha crecido la deuda y se ha encarecido dramáticamente su coste, no dominamos el déficit, se ha hundido el consumo y hemos entrado en recesión. Las empresas que sobreviven están exhaustas; los autónomos, no digamos. Por todo eso vamos a tener que pedir un rescate que acreditará nuestro fracaso como nación soberana, nos colocará bajo vigilancia y tutela, acarreará nuevos sacrificios a la población y nos encuadrará en la Europa de segunda división sin apenas peso en el mundo. Exactamente todo lo que la mayoría absoluta otorgada a Rajoy pretendía evitar.
Es obvio que centrar la responsabilidad de tan enorme fiasco en una sola persona sería una simplificación injusta. Máxime cuando hay elementos exógenos que están contribuyendo a configurar este escenario desolador tanto o más que nuestros propias equivocaciones o carencias. Pero esa es la cruz del liderazgo. De la misma forma que el jefe recibe los parabienes merecidos y los inmerecidos, también se concentran en él todas las críticas. Por eso durante este verano el estribillo de cualquier conversación política ha sido el «gatillazo» que para el centro derecha está suponiendo haber llevado a Rajoy a La Moncloa.
Los más frívolos repetían que a este paso hará bueno a Zapatero; los más conspicuos, que el pronóstico de que sería mucho mejor gobernante que líder de la oposición ha resultado ser un espejismo. Y lo significativo es que, ordenando un poco la catarata de reproches que se le hacen desde la distancia, todos ellos pueden encuadrarse en las tres categorías que Elorriaga detectara desde la proximidad.
Hasta el día de la fecha Rajoy no está encarnando un liderazgo ni «renovado» ni renovador. Desde el punto de vista formal nunca nadie, ni siquiera Calvo-Sotelo, había sido capaz de concitar menos empatía e ilusión desde la cima del poder ejecutivo. Todas las intervenciones clave de Rajoy han estado impregnadas de fatalismo y resignación con el mero adorno de alguna cláusula de estilo sobre un horizonte mejor. A la hora de hablar al país siempre ha parecido más un tecnócrata sin auctoritas que un político con potestas. Baste repasar su lamentable comparecencia de balance de curso en la que en vez de encuadrar las medidas adoptadas en una visión nacional y un proyecto para España, encendió las luces cortas de miope para repetir por enésima vez, como si fuera un mantra, la obviedad de que no podemos soportar tanto déficit y endeudamiento.
Pese a que la palabra «reforma» se ha convertido en santo y seña de su Gobierno, y es indiscutible que nunca un Ejecutivo había acometido tantas intervenciones legislativas, casi todas para bien, en tan poco tiempo, Rajoy no ha planteado un programa armónico para renovar, regenerar o modernizar España. No está diseñando el nuevo vehículo que necesitamos; tan sólo está impulsando meritorias jornadas intensivas en el taller de recauchutados, chapa y pintura.
¿Por qué tanta montaña para tan poco ratón? En primer lugar porque finge ignorar que los problemas económicos tienen raíces políticas profundas que requieren de una reforma integral del modelo de Estado. En segundo lugar porque habiendo sido desde su más tierna infancia un político profesional, instalado en los engranajes de la partitocracia, parece incapaz de adoptar la perspectiva del hombre de la calle que ve con indignación cómo lo falazmente público asfixia en todas las esferas a la iniciativa privada. Y en tercer lugar porque su tendencia innata a la componenda y el enjuague le lleva a quedarse corto en casi todos los empeños que aborda. Por eso la reforma laboral no incluyó el imprescindible contrato «a la alemana» para jóvenes, por eso la reforma municipal lleva camino de entrar en dique seco, por eso ni siquiera el Fondo de Liquidez va a servir para meter en cintura a las autonomías más farsantes, por eso ha tenido que dictarnos Europa la reforma financiera de verdad.
Hasta el día de la fecha Rajoy no está encarnando un liderazgo «sólido», ni siquiera en la modalidad de lo «previsible», de la que tanto le gustaba alardear. En pocos meses los españoles se han acostumbrado a relativizar el valor de las afirmaciones del presidente. No le ven como un mentiroso sino como un veleta, como un «saltarín» -Shakespeare: the skipping king- que puede decir un día A y al siguiente explicar, con un mohín como para que le compadezcamos, que no ha tenido más remedio que hacer B.
Su «a mí no me gusta subir los impuestos» suena ya a los oídos del contribuyente como una especie de recochineo. Sobre todo porque es lo primero que hizo antes ni siquiera de tomar las uvas. Sí, es cierto, había más déficit del previsto; pero eso también se arregla con más recorte de gasto estructural. No en balde Elorriaga puso en aquel artículo la promesa de «bajar los impuestos» como ejemplo de «compromiso político diferenciador». Y no sólo Rajoy hace lo contrario de lo prometido sino que primero sube el IRPF -la sangría de la clase media- para no subir el IVA… y ayer subió el IVA sin bajar el IRPF.
Tampoco en su forma de dirigir el Gobierno se aprecia esa necesaria solidez. Habiendo formado en líneas generales un buen equipo, Rajoy ha hecho concesiones clave a su comodidad, en flagrante merma de la eficacia. Es el caso de la clamorosa ausencia de un vicepresidente económico o el del nombramiento como ministro del Interior de un amigo personal nada idóneo para el cargo. Pero, como apuntaron Fernández Villaverde y Garicano en el FT, Rajoy cree que «los problemas no se resuelven sino que desaparecen por sí mismos a base de paciencia». Por eso cuando Montoro y Soria tarifaron -nunca mejor dicho- por la reforma eléctrica, la Comisión Delegada del jueves siguiente excluyó el asunto de su agenda.
Hasta el momento Rajoy no está encarnando un liderazgo «integrador» sino más bien todo lo contrario. Tras lo ocurrido con Pizarro, no ha habido nadie de nivel que se haya incorporado al proyecto político del PP. Pensar en que empresarios de primera -como los que componían el «Gobierno platónico» que imaginó nuestro suplemento Crónica- den el salto a la Administración es una quimera. El presidente ni siquiera habla habitualmente con ellos. Tampoco hay intelectuales o periodistas de prestigio en el entorno de Rajoy. A veces parece como si deliberadamente se arrimara en tablas a la mediocridad para sentirse a gusto. Que nadie busque hoy la tabla redonda de Camelot en La Moncloa; sólo encontrará una mesa camilla con brasero y un ama de llaves con toquilla haciendo calceta.
Y mientras escasea la savia nueva, una parte de lo mejor del PP se va quedando por el camino. Tanto los santones como los monaguillos. Es perfectamente imaginable lo que debieron sentir unos y otros cuando oyeron a su ministro del Interior decir que no haberle concedido un tercer grado que la ley establece como discrecional al torturador de Ortega Lara habría sido una «prevaricación». ¿Es que Fernández Díaz ni se sabe la ley ni se acuerda de los principios? Más de uno habrá pensado que para terminar transigiendo de este modo, mejor hubiera sido salvar la vida de Miguel Ángel Blanco.
Por duro que parezca todo lo antedicho, la principal característica de este primer balance es la provisionalidad. Hemos visto a tantos gobernantes empezar bien y acabar mal que sería maravilloso que, por una vez, se obrara el milagro inverso. Es tal la necesidad que tiene España de un buen gobierno que con gusto me daría con un canto en los dientes, aun a riesgo de que Rajoy me los partiera, si las medidas adoptadas comenzaran a dar frutos positivos, el rescate no tuviera efectos traumáticos inaceptables y comenzara a cambiar la percepción ciudadana sobre el presidente.
Rajoy necesita tiempo para demostrarnos a críticos y escépticos que su manera de gobernar produce resultados y las urnas le han dado la estabilidad que ese ejercicio requiere. Pero en mi modesta opinión ese margen de confianza no debería extenderse hasta el final de la legislatura. Nuestra democracia es parlamentaria, no presidencialista, y la mayoría absoluta, entendida como mandato ciudadano en torno a un programa, es un tesoro demasiado precioso -¿cuándo volverá a caer esa breva?- como para que el PP lo ponga en un único número de la ruleta y luego resulte que Elorriaga tenía razón.
Dentro de un año sabremos si la calamitosa tendencia actual persiste o si se ha corregido. No tanto en forma de resultados inmediatos como de cambio de rumbo. Rajoy puede ser -vaya por Dios- un gobernante desastroso o también puede ser un camaleón que, como dice un viejo amigo, «está trastocando todas las señas de identidad del centro derecha». Pero si se empeñara en seguir azotándonos con los dos látigos a la vez, no sería lógico que consumiera más de la mitad de la legislatura.
A menos que se produzca antes una situación límite, todo balance global ha de quedar en suspenso durante al menos estos 12 meses. Es lo justo. Pero desde hoy debería estar claro que la alternativa al actual Gobierno no es ni una coalición ni unas elecciones anticipadas. Ni la estabilidad parlamentaria estaría en juego ni el mandato popular habría caducado. La alternativa al actual Gobierno implicaría algo tan sencillo como que el Partido Popular demostrara, «aunque le pese», que para sus militantes y en especial para sus dirigentes, «España es -como se decía antes- lo único importante». 

pedroj.ramirez@elmundo.es
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