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octubre de 1931, las mujeres obtuvieron el derecho al voto en España por
161 votos frente a 131. La diputada Clara Campoamor lo defendió así
frente a Victoria Kent, en las Cortes con este discurso...
Señores
diputados: lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi
colega, señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su
espíritu al haberse visto hoy en trance de negar la capacidad inicial de
la mujer. Creo que por su pensamiento ha debido de pasar, en alguna
forma, la amarga frase de Anatole France cuando nos habla de aquellos
socialistas que, forzados por la necesidad, iban al Parlamento a
legislar contra los suyos.
Respecto
a la serie de afirmaciones que se han hecho esta tarde contra el voto
de la mujer, he de decir, con toda la consideración necesaria, que no
están apoyadas en la realidad. Tomemos al azar algunas de ellas. ¿Que
cuándo las mujeres se han levantado para protestar de la guerra de
Marruecos? Primero: ¿y por qué no los hombres? Segundo: ¿quién protestó y
se levantó en Zaragoza cuando la guerra de Cuba más que las mujeres?
¿Quién nutrió la manifestación pro responsabilidades del Ateneo, con
motivo del desastre de Annual, más que las mujeres, que iban en mayor
número que los hombres?
¡Las
mujeres! ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida
por la República se les concederá como premio el derecho a votar? ¿Es
que no han luchado las mujeres por la República? ¿Es que al hablar con
elogio de las mujeres obreras y de las mujeres universitarias no está
cantando su capacidad? Además, al hablar de las mujeres obreras y
universitarias, ¿se va a ignorar a todas las que no pertenecen a una
clase ni a la otra? ¿No sufren éstas las consecuencias de la
legislación? ¿No pagan los impuestos para sostener al Estado en la misma
forma que las otras y que los varones? ¿No refluye sobre ellas toda la
consecuencia de la legislación que se elabora aquí para los dos sexos,
pero solamente dirigida y matizada por uno? ¿Cómo puede decirse que la
mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República,
para demostrar su capacidad? Y ¿por qué no los hombres? ¿Por qué el
hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y han
de ponerse en un lazareto los de la mujer?
Pero,
además, señores diputados, los que votasteis por la República, y a
quienes os votaron los republicanos, meditad un momento y decid si
habéis votado solos, si os votaron sólo los hombres. ¿Ha estado ausente
del voto la mujer? Pues entonces, si afirmáis que la mujer no influye
para nada en la vida política del hombre, estáis -fijaos bien- afirmando
su personalidad, afirmando la resistencia a acatarlos. ¿Y es en nombre
de esa personalidad, que con vuestra repulsa reconocéis y declaráis, por
lo que cerráis las puertas a la mujer en materia electoral? ¿Es que
tenéis derecho a hacer eso? No; tenéis el derecho que os ha dado la ley,
la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural
fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que
hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis
como ese poder no podéis seguir detentándolo.
No
se trata aquí esta cuestión desde el punto de vista del principio, que
harto claro está, y en vuestras conciencias repercute, que es un
problema de ética, de pura ética reconocer a la mujer, ser humano, todos
sus derechos, porque ya desde Fitche, en 1796, se ha aceptado, en
principio también, el postulado de que sólo aquel que no considere a la
mujer un ser humano es capaz de afirmar que todos los derechos del
hombre y del ciudadano no deben ser los mismos para la mujer que para el
hombre. Y en el Parlamento francés, en 1848, Victor Considerant se
levantó para decir que una Constitución que concede el voto al mendigo,
al doméstico y al analfabeto -que en España existe- no puede negárselo a
la mujer. No es desde el punto de vista del principio, es desde el
temor que aquí se ha expuesto, fuera del ámbito del principio -cosa
dolorosa para un abogado-, como se puede venir a discutir el derecho de
la mujer a que sea reconocido en la Constitución el de sufragio. Y desde
el punto de vista práctico, utilitario, ¿de qué acusáis a la mujer? ¿Es
de ignorancia? Pues yo no puedo, por enojosas que sean las
estadísticas, dejar de referirme a un estudio del señor Luzuriaga acerca
del analfabetismo en España.
Hace
él un estudio cíclico desde 1868 hasta el año 1910, nada más, porque
las estadísticas van muy lentamente y no hay en España otras. ¿Y sabéis
lo que dice esa estadística? Pues dice que, tomando los números globales
en el ciclo de 1860 a 1910, se observa que mientras el número total de
analfabetos varones, lejos de disminuir, ha aumentado en 73.082, el de
la mujer analfabeta ha disminuido en 48.098; y refiriéndose a la
proporcionalidad del analfabetismo en la población global, la
disminución en los varones es sólo de 12,7 por cien, en tanto que en las
hembras es del 20,2 por cien. Esto quiere decir simplemente que la
disminución del analfabetismo es más rápida en las mujeres que en los
hombres y que de continuar ese proceso de disminución en los dos sexos,
no sólo llegarán a alcanzar las mujeres el grado de cultura elemental de
los hombres, sino que lo sobrepasarán. Eso en 1910. Y desde 1910 ha
seguido la curva ascendente, y la mujer, hoy día, es menos analfabeta
que el varón. No es, pues, desde el punto de vista de la ignorancia
desde el que se puede negar a la mujer la entrada en la obtención de
este derecho.
Otra
cosa, además, al varón que ha de votar. No olvidéis que no sois hijos
de varón tan sólo, sino que se reúne en vosotros el producto de los dos
sexos. En ausencia mía y leyendo el diario de sesiones, pude ver en él
que un doctor hablaba aquí de que no había ecuación posible y, con
espíritu heredado de Moebius y Aristóteles, declaraba la incapacidad de
la mujer.
A
eso, un solo argumento: aunque no queráis y si por acaso admitís la
incapacidad femenina, votáis con la mitad de vuestro ser incapaz. Yo y
todas las mujeres a quienes represento queremos votar con nuestra mitad
masculina, porque no hay degeneración de sexos, porque todos somos hijos
de hombre y mujer y recibimos por igual las dos partes de nuestro ser,
argumento que han desarrollado los biólogos. Somos producto de dos
seres; no hay incapacidad posible de vosotros a mí, ni de mí a vosotros.
Desconocer
esto es negar la realidad evidente. Negadlo si queréis; sois libres de
ello, pero sólo en virtud de un derecho que habéis (perdonadme la
palabra, que digo sólo por su claridad y no con espíritu agresivo)
detentado, porque os disteis a vosotros mismos las leyes; pero no porque
tengáis un derecho natural para poner al margen a la mujer.
Yo,
señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que
sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese
derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que,
como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la revolución francesa, será
indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay
sino que empujarla a que siga su camino.
No
dejéis a la mujer que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo
en la dictadura; no dejéis a la mujer que piense, si es avanzada, que su
esperanza de igualdad está en el comunismo. No cometáis, señores
diputados, ese error político de gravísimas consecuencias. Salváis a la
República, ayudáis a la República atrayéndoos y sumándoos esa fuerza que
espera ansiosa el momento de su redención.
Cada
uno habla en virtud de una experiencia y yo os hablo en nombre de la
mía propia. Yo soy diputado por la provincia de Madrid; la he recorrido,
no sólo en cumplimiento de mi deber, sino por cariño, y muchas veces,
siempre, he visto que a los actos públicos acudía una concurrencia
femenina muy superior a la masculina, y he visto en los ojos de esas
mujeres la esperanza de redención, he visto el deseo de ayudar a la
República, he visto la pasión y la emoción que ponen en sus ideales. La
mujer española espera hoy de la República la redención suya y la
redención del hijo. No cometáis un error histórico que no tendréis nunca
bastante tiempo para llorar; que no tendréis nunca bastante tiempo para
llorar al dejar al margen de la República a la mujer, que representa
una fuerza nueva, una fuerza joven; que ha sido simpatía y apoyo para
los hombres que estaban en las cárceles; que ha sufrido en muchos casos
como vosotros mismos, y que está anhelante, aplicándose a sí misma la
frase de Humboldt de que la única manera de madurarse para el ejercicio
de la libertad y de hacerla accesible a todos es caminar dentro de ella.
Señores
diputados, he pronunciado mis últimas palabras en este debate.
Perdonadme si os molesté, considero que es mi convicción la que habla;
que ante un ideal lo defendería hasta la muerte; que pondría, como dije
ayer, la cabeza y el corazón en el platillo de la balanza, de igual modo
Breno colocó su espada, para que se inclinara en favor del voto de la
mujer, y que además sigo pensando, y no por vanidad, sino por íntima
convicción, que nadie como yo sirve en estos momentos a la República
española.
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