El gobierno de Rajoy está desmantelando el Estado del bienestar ¿por imperativo de Bruselas o por convencimiento personal?¿no queda otro remedio o es el momento con el que siempre soñó?
Leyendo estos artículos que escribió en 1983 y 1984 parece que queda claro su pensamiento, sus actuaciones y su órden de valores...
Primero el gobierno de los aristócratas o los mejores, después la plutocracia o gobierno de los más ricos y para acabar la democracia o gobierno del pueblo... lo privado frente a lo público
Faro de Vigo... 4 de marzo de 1983..
Título... IGUALDAD HUMANA Y MODELOS DE SOCIEDAD. Autor... Mariano Rajoy Brey, Diputado de AP
Uno de los tópicos más en boga en el momento actual
en que el modelo socialista ha sido votado mayoritariamente en nuestra
patria es el que predica la igualdad humana. En nombre de la igualdad
humana se aprueban cualesquiera normas y sobre las más diversas
materias: incompatibilidades, fijación de horarios rígidos, impuestos
–cada vez mayores y más progresivos- igualdad de retribuciones…En ellas
no se atiende a criterios de eficacia, responsabilidad, capacidad,
conocimientos, méritos, iniciativa o habilidad: sólo importa la
igualdad. La igualdad humana es el salvoconducto que todo lo permite
hacer; es el fin al que se subordinan todos los medios.
Recientemente, Luis Moure Mariño ha publicado un
excelente libro sobre la igualdad humana que paradójicamente lleva por
título “La desigualdad humana”. Y tal vez por ser un libro “desigual” y
no sumarse al coro general, no ha tenido en lo que ahora llaman “medios
intelectuales” el eco que merece. Creo que estamos ante uno de los
libros más importantes que se han escrito en España en los últimos años.
Constituye una prueba irrefutable de la falsedad de la
afirmación de que todos los hombres son iguales, de las doctrinas
basadas en la misma y por ende de las normas que son consecuencia de
ellas.
Ya en épocas remotas –existen en este sentido textos del siglo VI antes de Jesucristo- se afirmaba como verdad indiscutible,
que la estirpe determina al hombre, tanto en lo físico como en lo
psíquico. Y estos conocimientos que el hombre tenía intuitivamente –era
un hecho objetivo que los hijos de “buena estirpe”, superaban a
los demás- han sido confirmados más adelante por la ciencia: desde que
Mendel formulara sus famosas “Leyes” nadie pone ya en tela de juicio que
el hombre es esencialmente desigual, no sólo desde el momento del
nacimiento sino desde el propio de la fecundación. Cuando en la
fecundación se funde el espermatozoide masculino y el óvulo femenino,
cada uno de ellos aporta al huevo fecundado –punto de arranque de un
nuevo ser humano- sus veinticuatro cromosomas que posteriormente, cuando
se producen las biparticiones celulares, se dividen en forma matemática
de suerte que las células hijas reciben exactamente los mismos
cromosomas que tenía la madre: por cada par de cromosomas contenido en
las células del cuerpo, uno solo pasará a la célula generatriz, el
paterno o el materno, de ahí el mayor o menor parecido del hijo al padre
o a la madre. El hombre, después, en cierta manera nace predestinado
para lo que habrá de ser. La desigualdad natural del hombre viene
escrita en el código genético, en donde se halla la raíz de todas las
desigualdades humanas: en él se nos han transmitido todas nuestras
condiciones, desde las físicas: salud, color de los ojos, pelo,
corpulencia…hasta las llamadas psíquicas, como la inteligencia,
predisposición para el arte, el estudio o los negocios. Y buena prueba
de esa desigualdad originaria es que salvo el supuesto excepcional de
los gemelos univitelinos, nunca ha habido dos personas iguales, ni
siquiera dos seres que tuviesen la misma figura o la misma voz.
Esta búsqueda de la desigualdad, tiene múltiples
manifestaciones: en la afirmación de la propia personalidad, en la forma
de vestir, en el ansia de ganar –es ciertamente revelador en este
sentido la referencia que Moure Mariño al afán del hombre por vencer en
una Olimpiada, por batir marcas, récords…-, en la lucha por el poder, en
la disputa por la obtención de premios, honores, condecoraciones,
títulos nobiliarios desprovistos de cualquier contrapartida
económica…Todo ello constituye demostración matemática de que
el hombre no se conforma con su realidad, de que aspira a más, de que
busca un mayor bienestar y además un mejor bien ser, de que, en
definitiva, lucha por desigualarse.
Por eso, todos los modelos, desde el comunismo
radical hasta el socialismo atenuado, que predican la igualdad de
riquezas –porque como con tanta razón apunta Moure Mariño, la de
inteligencia, carácter o la física no se pueden “Decretar” y establecen
para ello normas como las más arriba citadas, cuya filosofía última,
aunque se les quiera dar otro revestimento, es la de la imposición de la
igualdad, son radicalmente contrarios a la esencia misma del hombre, a
su ser peculiar, a su afán de superación y progreso y por ello, aunque
se llamen asimismos [sic] “modelos progresistas” constituyen un
claro atentado al progreso, porque contrarían y suprimen el natural
instinto del hombre a desigualarse, que es el que ha enriquecido al
mundo y elevado el nivel de vida de los pueblos, que la imposición de
esa igualdad relajaría a cotas mínimas al privar a los más hábiles, a
los más capaces, a los más emprendedores…de esa iniciativa más
provechosa para todos que la igualdad en la miseria, que es la única que
hasta la fecha de hoy han logrado imponer.
Faro de Vigo... 24 de julio de 1984...
Título... LA ENVIDIA IGUALITARIA. Autor... Mariano Rajoy Brey, Presidente de la Diputación de Pontevedra
Hace algunos meses “FARO DE VIGO” tuvo la gentiliza
de acceder a la publicación de un artículo en el que comentábamos un
libro a nuestro juicio apasionante. “”La desigualdad humana” de Luís
Moure-Mariño. Hoy pretendemos descubrir otro libro no menos magistral
que analiza con profusión de detalles y argumentos aquella afirmación y
el consiguiente problema de la igualdad-desigualdad humana, pero que
añade a este estudio el de otro tema no menos importante e íntimamente
unido al primero, cual es el de la envidia, uno de los más graves y
perniciosos de los pecados capitales. El libro lleva por título
“La envidia igualitaria”. Su autor Gonzalo Fernández de la Mora. De
entre sus pocas más de doscientas páginas, cuya lectura recomendamos a
todos aquellos que quieran ampliar sus conocimientos sobre el hombre,
destacaremos tres aspectos concretos y por encima de todo un mensaje
general.
La primera parte de “La envidia igualitaria” tiene
como objetivo básico, ampliamente logrado por cierto, el recopilar los
escritos históricos sobre la envida. En ella se sintetizan los diversos
estudios y opiniones que a lo largo de los tiempos ha provocado el pecado
de la envidia. Desde los griegos hasta los contemporáneos pasando por
los latinos, Sagrada Escritura, la patriótica, los medievales, los
renacentistas, barrocos y modernos, todos los grandes pensadores han
denunciado la malignidad de ese sentimiento.
En el segundo apartado del libro, Gonzalo Fernández
de la Mora analiza de manera exhaustiva y profunda el problema de la
envida –a la que define como “malestar que se siente ante una felicidad
ajena, deseada, inalcanzable e inasimilable”-, de su utilización
política (vaguedades como “la eliminación de las desigualdades
excesivas”, “supresión de privilegios”, “redistribución”, “que paguen
los que tienen más…” son utilizadas frecuentemente por los demagogos
para así conseguir sus objetivos políticos), las defensas ante la misma
(la huida, la simulación y la cortesía son medios de que tiene que
valerse el “envidiado” para evitar el provocar el sentimiento), y la
manera de superarla que es la autoperfección y la emulación.
Por último, el autor dedica unas brillantes páginas a
demostrar el error en que incurren quienes a veces conscientemente y
utilizando el sentimiento de la envida y otras sin valorar el alcance de
sus aseveraciones, sostienen la opinión de que todos los hombres son
iguales y en consecuencia tratan de suprimir las desigualdades: El
hombre es desigual biológicamente, nadie duda hoy que se heredan los
caracteres físicos como la estatura, color de la piel… y también el
cociente intelectual. La igualdad biológica no es pues posible. Pero tampoco lo es la igualdad social:
no es posible la igualdad del poder político (“no hay sociedad sin
jerarquía”), tampoco la de la autoridad (¿sería posible equiparar la
autoridad de todos los miembros de un mismo gremio, por ejemplo, de
todos los pintores o los cirujanos?), o la de la actividad (es difícil
imaginar un ejército en el que todos fueran generales; o una universidad
en la que todos fueran rectores), o la del premio, o la de
oportunidades (las circunstancias, temporales, geográficas y familiares
colocan inevitablemente a los individuos en situaciones más o menos
favorables, nadie tiene la misma oportunidad mental, ni histórica, ni
nacional: no es igual nacer en EE.UU. que en U.R.S.); ni siquiera la
económica: “allí donde se ha implantado una cierta igualdad pecuniaria
–mediante la nacionalización de los medios de producción, la abolición
de la herencia, la supresión de las rentas del capital y la equiparación
de casi todos los salarios- se han radicalizado las inevitables
desigualdades de poder, creadores de desigualdades económicas quizá no
monetarias, pero espectaculares. Aunque la cuenta corriente de Stalin no
fuera superior a la del más mísero music, nadie podría afirmar la
igualdad económica de ambos. Para imponer tal igualdad habría que
eliminar el poder político, lo que es imposible”.
Pero si importantes son todas y cada una de estas
ideas, individualmente consideradas, a todas ellas trasciende el
mensaje, o la pretensión final del autor sobre la que entiendo todos los
ciudadanos y particularmente los que asumen mayores responsabilidades
en la sociedad, debemos reflexionar. Demostrada de forma indiscutible
que la naturaleza, que es jerárquica, engendra a todos los hombres
desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para
asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria. La experiencia ha demostrado de modo irrefragable
que la gestión estatal es menos eficaz que la privada. ¿Qué sentido
tienen pues las nacionalizaciones? Principalmente el de desposeer –vid.
RUMASA-, o sea, el de satisfacer la envidia igualitaria. También es un hecho
que la inversión particular es mucho más rentable no subsidiaria.
Entonces ¿Por qué se insiste en incrementar la participación estatal en
la economía? En gran medida, para despersonalizar la propiedad, o sea,
para satisfacer la envidia igualitaria. Es evidente que la mayor parte
del gasto público no crea capital social, sino que se destina al
consumo. ¿Por qué, entonces, arrebatar con una fiscalidad creciente a la
inversión privada fracciones cada vez mayores de sus ahorros? También
para que no haya ricos para satisfacer la envidia igualitaria. Lo justo
es cada ciudadano tribute en proporción a sus rentas. Esto supuesto,
¿por qué, mediante la imposición progresiva, se hace pagar a unos hasta
un porcentaje diez veces superior al de otros por la misma cantidad de
ingresos? Para penalizar la superior capacidad, o sea, para satisfacer
la envidia igualitaria. Lo equitativo es que las remuneraciones sean
proporcionales a los rendimientos. En tal caso ¿por qué se insiste en
aproximar los salarios? Para que nadie gane más que otro y, de este
modo, satisfacer la envidia igualitaria. El supremo incentivo para
estimular la productividad son las primas de producción. ¿Por qué,
entonces, se exige que los incrementos salariales sean lineales? Para
castigar al más laborioso y preparado, con lo que se satisface la
envidia igualitaria. Y así sucesivamente. Juan Ramón Jiménez lo denunció
en su verso famoso “Lo quería matar porque era distinto”; y el poeta
romántico Young dio en la diana cuando afirmó “todos nacemos originales y
casi todos morimos copias”. Al revés de lo que propugnaban Rousseau y
Marx la gran tarea del humanismo moderno es lograr que la persona sea
libre por ella misma y que el Estado no la obligue a ser un plagio. Y no
es bueno cultivar el odio sino el respeto al mejor, no el rebajamiento
de los superiores, sino la autorrealización propia. La igualdad implica siempre despotismo
y la desigualdad es el fruto de la libertad. La aprobación por nuestras
Cortes Generales de algunas leyes como la última de la Función Pública
constituye un claro ejemplo de igualdad impuesta pues pretende equiparar
a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales y
sólo va a servir para satisfacer ese gran mal que constituye la envidia
igualitaria. Frente a ella sólo es posible la emulación jerárquica:
hagamos caso de la sentencia de Saint-Exupery “Si difiero de ti, en
lugar de lesionarte te aumento”.
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