Gabriel García Márquez y Pablo Neruda: entrevista.
Palabras pronunciadas por el periodista y escritor
colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura y
presidente de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo
Periodismo Iberoamericano –FNPI–, ante la 52a. asamblea de la Sociedad
Interamericana de Prensa, SIP, en Los Angeles, U.S.A., octubre 7 de
1996.
A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de
aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y
la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas
reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre
de que el periodismo escrito es un género literario.
Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de
periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de
imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes.
Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos,
y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía
la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos,
hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos
de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una
amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada.
No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de
la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía
una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café
en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se
discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques
finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas
cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los
que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o
creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias,
crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de
gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de
reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y
cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el
sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido
contrario. Doy fe: a los diecinueve años –siendo el peor estudiante de
derecho– empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui
subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las
diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una
base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de
fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen
ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para
seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo… como
nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue
periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni
siquiera bachiller.
La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción
escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de
respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino
para todos los medios inventados y por inventar.
Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que
tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama
periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El
resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen
ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen
desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán
de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en
especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la
práctica.
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.
Es cierto que estas críticas valen para la educación general,
pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada
de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del
periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la
misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron
en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro.
Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz
de la modernización material y han dejado para después la formación de
su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el
espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son
laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más
fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los
lectores. La deshumanización es galopante.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las
comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido
para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los
principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas
para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de
seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la
verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene
tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una
palabra de consuelo. “Ni siquiera nos regañan”, dice un reportero novato
ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que
antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo
para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.
Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha
minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella,
pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más
reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la
reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia
completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca
como si hubiera estado en el lugar de los hechos.
Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio
con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre
silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con
pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un
dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba
vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se
presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con
caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían
linotipistas personales para descifrarlas.
Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se
opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con
datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los
mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El
empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite
equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y
tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un
arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de
personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que
pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que
nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se
atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él
mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la
información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí:
el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma –sobre todo si
es oficial– y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina
por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo
lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.
Aún a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran
culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el
oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran
uno sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de
oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El
manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien
tendría que enseñarle a los colegas jóvenes que el casete no es un
sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de
apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La
grabadora oye pero no escucha, repite –como un loro digital– pero no
piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión
literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las
palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las
califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la
literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las
respuestas por pensar en la pregunta siguiente.
La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la
entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la
convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece
compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la
del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos
redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego:
confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica,
naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal
vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que
el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y
le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable. De
todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones
éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy,
no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio
profesional.
Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que
enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio
mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque
menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que
los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe
estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes
y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una
especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser
investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una
condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como
el zumbido al moscardón.
El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.
El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.
Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo
para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de
talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto
de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia
piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad
específica –reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y
tantas otras– bajo la dirección de un veterano del oficio.
En respuesta a una convocatoria pública de la Fundación, los
candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre
con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores
de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su
aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que
ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.
La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro
invitado –que escasas veces puede ser de más de una semana–, y éste no
pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios
académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos,
para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del
oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar
con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni
evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna
clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.
Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado
en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la Fundación,
conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma
Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson
dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la
colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien
los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy Martínez,
nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más
tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo
sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry
lo hizo sobre fotografía. El magnífico Horacio Bervitsky y el acucioso
Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el
español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo
internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y
brillante de la prensa europea.
Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y
soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de
experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo
mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los
talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa
con los gérmenes diáfanos de la poesía.
Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde
un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas
alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un
fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro
de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo
hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a
conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el
periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo
de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de
aprenderlo.
Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en
sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como
los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo
para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que
se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo
es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su
confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido
puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de
la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es
el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la
demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté
dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan
incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como
si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras
no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.
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