Conocí a Ruiz-Gallardón a finales de los noventa, en casa de
una pianista a la que ambos admirábamos. Él era aún presidente de la
Comunidad de Madrid y acudía de vez en cuando a las soirées
musicales de Miguel y Rosa, en compañía de su mujer, Mar Utrera. Con
ella hablé poco, pero lo suficiente para darme cuenta de que era
bastante más inteligente y despierta que su casi siempre achispado
marido.
Tengo la teoría de que Mar servía de dique de contención al delirio de Albertito.
Si es cierto que esta gran mujer anda ahora delicada de salud, el
desbordamiento de toda la demencia gallardoniana que estamos padeciendo
últimamente podría deberse a que las mermadas fuerzas de ella ya no son
capaces de poner coto a los desvaríos narcisistas de él.
Mar frenaba a Gallardón porque lo tenía calado.
Una vez fui invitado a casa del matrimonio para la presentación de la ópera Merlín, de la que es autor el tío bisabuelo de Albertito,
Isaac Albéniz. Tras el concierto doméstico, durante el cual nos fueron
ofrecidas algunas arias y dúos, llegaron las bebidas y los canapés. La
casa de los Gallardón, en la calle Serrano Anguita de Madrid, es
espaciosa y señorial (heredada, creo, de su padre) así que se formaron
varios corrillos de tertulianos Yo picoteé de flor en flor, hasta que
fui a parar a un grupo compuesto por unas ocho personas, entre las que
estaban, además de los dos anfitriones, Fernando Fernández Tapias y su
todavía novia palentina (que no cesaba de repetir que él era un diamante
en bruto, haciendo mucho más hincapié en lo de bruto que en lo de
diamante) y algún que otro gorroncillo, tan insignificante que su nombre
no merece el honor de figurar ni entre estas humildes líneas.
Albertito
empezó a contarnos a todos, verdaderamente entusiasmado, que estaba
deseando comprar o alquilar el piso de al lado, cuyo propietario había
amagado en más de una ocasión con marcharse, no recuerdo ahora si a otro
barrio, o directamente, al Otro Barrio.
- Me llevaría allí el piano y los discos. Sería mi pied-à-terre musical-anunció con sonrisilla pretendidamente malévola, como de personaje secundario de Las Amistades Peligrosas-, con sala de audición, para no dar la lata a mi familia.
Sonaba
todo bastante razonable, pero Mar nos dio enseguida las claves de tan
ambicioso proyecto marital y le desmontó el tenderete con una sola
frase.
- Alberto -le respondió con comprensiva socarronería-, si
quieres montarte un picadero, no se te ocurra ponérmelo en el piso de al
lado. Lárgate a la otra punta de Madrid.
Sirva esta anécdota para
ilustrar mi teoría sobre Gallardón: su vida es, desde que se despierta
hasta que se acuesta, una farsa decepcionante y absurda, durante la cual
va insultando la inteligencia del personal, creyendo que puede hacer
creer a media humanidad que su conducta no está regida por la vanidad
personal, sino por la altura de miras.
Nada más lejos de la
realidad. Gallardón es un narcisista carente de códigos morales cuyo
solo objetivo en la vida es dejar su impronta allá donde fuere, aunque
ello suponga hacerle pagar al prójimo un precio prohibitivo de dolor.
Como la Dama, Dama de la canción de Cecilia, Albertito está
dispuesto a ser el niño en el bautizo o el muerto en el entierro, con
tal de dejar su sello
En cierta ocasión -yo era por entonces un
famosete televisivo de moda- nos enzarzamos en una discusión
musicológica de altos vuelos (yo ponía la altura y él el vuelo, porque
en cuanto le da por beber, suelta pluma que no veas) sobre un pianista
canadiense al que ambos admiramos: Glenn Gould. Tanto espacio ocupó el
artista en nuestras conversaciones, que Gallardón acabó regalándome -me
la envió a mi domicilio, por mensajero- la integral en láser-disc de los
conciertos de este auténtico genio. Seguramente fue su manera retorcida
y aviesa de insinuarme que deseaba venir de invitado a Lo + Plus, cosa que, dicho sea de paso, no consiguió nunca.
Glenn
Gould era un intérprete que detestaba los conciertos y amaba los
estudios de grabación. Sostenía -no sin cierta razón- que a veces los
virtuosos terminan haciendo demasiadas concesiones a la galería para
ganarse al público: aceleran los tempi, abusan del rubato,
hacen pausas melodramáticas en los calderones, fuerzan, en suma, la
parte circense de la interpretación para meterse al auditorio en el
bolsillo a base de pirotecnia y no de arte. Yo objeté, ante la obtusa
incondicionalidad gallardoniana, que Gould, sublime en la mayoría de las
piezas (sobre todo de Bach) a veces resultaba completamente arbitrario y
antimusical en otras. Le cité, por ejemplo, el caso del Preludio en Do Mayor del Primer Libro de El Clave Bien Temperado. Gould toca las notas en staccato, en una decisión interpretativa que desvirtúa completamente el carácter cantabile de la pieza (Gounod construyó sobre esos acordes su famoso Ave María) y que resulta solamente entendible por un esfuerzo enfermizo para resultar original.
Ésa
era la filosofía de Gould cuando se ponía a grabar: primero escuchaba
todas las interpretaciones fonográficas de referencia y luego se
preguntaba:
¿cómo puedo tocar esto de manera que no lo haya tocado nadie?
La pregunta que se debe hacer un intérprete honesto y cabal nunca es esa, sino más bien esta otra:
La pregunta que se debe hacer un intérprete honesto y cabal nunca es esa, sino más bien esta otra:
¿cómo puedo tocar la pieza de manera que pueda hacer llegar la esencia de la misma hasta el oyente?
El pianista vienés Alfred Brendel lo dijo mucho mejor que yo hace años:
"Pertenezco
a una tradición en la que es la obra de arte la que le dice al
intérprete lo que debe hacer y no el intérprete el que le dice a la
pieza como debería ser o al compositor qué es lo que debería haber
compuesto".
Pues bien, a pesar de su indudable genialidad, Gould
se comportaba a veces como ese tirano al que desprecia Brendel,
aplicando criterios estilísticos cuyo único fin era el de sonar
diferente -aunque el precio final de ese anhelo narcisista lo acabaran
pagando el compositor y el oyente.
A veces, incluso-un ejemplo clamoroso es la Sonata Fácil de Mozart, que Gould ejecuta con la frialdad de un autómata- su interpretación se convertía en un auténtico ajuste de cuentas con determinado compositor, al cual detestaba.
A veces, incluso-un ejemplo clamoroso es la Sonata Fácil de Mozart, que Gould ejecuta con la frialdad de un autómata- su interpretación se convertía en un auténtico ajuste de cuentas con determinado compositor, al cual detestaba.
Mirad lo estúpido y
pueril que podía llegar a ser Mozart -parece querer decirnos Gould con
un bajo Alberti que torpedea literalmente- y a martillazos -la melodía
principal-, un compositor que murió demasiado tarde, no demasiado
prematuramente (la frase es auténtica).
Alberto Ruiz-Gallardón defendía con vehemencia a Gould incluso en esos casos.
Yo aún diría más: sobre todo, en esos casos.
Decía
que era entonces cuando se convertía en un ser asombroso y fascinante,
siempre dispuesto a ofrecer a sus incondicionales una versión de cada
obra absolutamente personal y diferente.
Pues bien, para mí
Gallardón -ya lo habrán adivinado- encarna ese reverso tenebroso de
Glenn Gould, pero sin anverso luminoso alguno.
Todos sus actos
políticos -desde el endeudamiento salvaje de Madrid a la Ley de Tasas
Judiciales, y ahora la Ley del Aborto- no responden más que a su
enfermiza obsesión por dejar su impronta personalísima en su gestión
pública, adoptando medidas y promulgando leyes arbitrarias por el simple
hecho de que nadie se ha atrevido a hacerlo así todavía.
Ahora intenta aprobar una nueva Ley del Aborto que justifica diciendo que es progresista y en defensa de la vida.
La
mejor prueba de que Gallardón no ha tenido jamás en la cabeza la idea
de salvar vidas, sino única y exclusivamente la de llamar la atención
sobre sí mismo -como Gould en sus interpretaciones vengativas- es que ha
tardado dos años en sacar el Proyecto de Ley de su siniestra chistera. Y
eso que asegura que lo llevaba en el Programa.
Hasta que sea
aprobada -la ley vuelve ahora al Consejo de Ministros, luego va al
Congreso, después al Senado, para finalmente regresar a la Carrera de
San Jerónimo para su aprobación final- tal vez pasen tres largos años.
En
estos momentos se están practicando unos 100 mil abortos legales en
España. Ya hay cálculos según los cuales, con la restrictiva ley
gallardoniana, más de un noventa por ciento de los abortos que hoy se
producen en nuestro país no tendrían cabida legal. Eso supone 90 mil
niños -la derecha más ignara, ultracatólica y recalcitrante de nuestro
patrimonio nacional los llama así- a los que el ministro de Justicia
podría haber salvado de la trituradora (utilizo terminología medieval, made in Ana Botella), si su Ley se hubiera promulgado al día siguiente de que se constituyeran las Cortes Generales.
Si
la ley se promulga a finales del Tercer Año Mariano, el número de
criaturas a las que Gallardón podría haber salvado -utilizo su lógica
ultramontana- esa vida sacrosanta que tanto se ufana en defender
ascenderá a 270 mil.
Con su inexplicable indolencia (digna del
socorrista pasota de Cruz y Raya) habrá condenado a muerte -sigo
empleando su indecente lenguaje- a 270 mil inocentes, víctimas de
supuestas madres desnaturalizadas, hedonistas, carentes de criterio ni
moralidad alguna.
En vez de intentar socorrer desde el instante
mismo en que tomó posesión -¿hay algo más urgente que salvar la vida de
un bebé a punto de morir?- a 300 mil pequeñines ¿a qué está jugando
Gallardón? A conceder entrevistas autofelatorias a La Razón y al ABC,
en las que se dedica a presentarse como la nueva Reserva Espiritual de
Occidente, el Faro Moral de Europa, que servirá de orientación y guía,
hoy a España y mañana a todos los países de nuestro degradado entorno.
Albertito aún está a tiempo. A tiempo de hacerle caso a la maravillosa madre sus hijos y de montarse su delirante picadero lo más lejos posible de nosotros.
Albertito aún está a tiempo. A tiempo de hacerle caso a la maravillosa madre sus hijos y de montarse su delirante picadero lo más lejos posible de nosotros.
Y de llevarse con él esa espeluznante Sonata Fácil de Mozart, literalmente ejecutada por Glenn Gould.
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