Gallardón y Rajoy no quieren a Atticus Finch
"Matar a un Ruiseñor" es una película americana realizada en 1962 basada
en la novela del mismo nombre escrita por Harper Lee. Fue dirigida por
Robert Mulligan y protagonizada por Gregory Peck en el papel del abogado
Aticcus Finch, por el que recibió un Oscar.
Está considerada como una de las más grandes películas de todos los tiempos y en 2003 el American Film Institute nombró a Atticus Finch como el héroe cinematográfico más grande del siglo veinte.
Está considerada como una de las más grandes películas de todos los tiempos y en 2003 el American Film Institute nombró a Atticus Finch como el héroe cinematográfico más grande del siglo veinte.
Cualquier jurista medianamente formado y
mayor de cincuenta años conoce a Atticus Finch. El ministro de Justicia
y el Presidente del Gobierno reúnen ambas condiciones, creo. Pero está
claro que en su mundo no hay cabida para Atticus. Lo prueba, a mi
juicio, el nuevo proyecto de ley de justicia gratuita,
una pieza más de la reforma del sistema judicial que el ministro y el
Gobierno construyen para dejar su impronta. Un ladrillo más en un muro
como el que aplastaba a Pink, el personaje concebido por Roger Waters
para el álbum de Pink Floyd, The Wall, que seguro que también resulta familiar incluso a juristas de esa edad.
Por si acaso hay algún lector que no lo
recuerde, quizá vale la pena anotar que Atticus Finch es el abogado
protagonista del único libro que escribió la novelista Harper Lee, To kill a Mockingbird,
publicado en 1960. La novela ganó el Pulitzer y obtuvo un éxito enorme,
en no poca medida gracias a su adaptación cinematográfica (con guión de
Horton Foote), estrenada en 1962, dirigida por Robert Mulligan, producida por Allan Pakula y protagonizada por Gregory Peck.
La película obtuvo tres premios Oscar, uno de ellos para Peck, cuya
interpretación resulta inolvidable para cualquiera que la haya visto,
como lo es también la breve intervención de Robert Duvall (en el
papel de Boo Radley). Y, desde luego, la de los niños que encarnan a la
protagonista (Scout, es decir, la propia Lee, a la que da vida Mary Badham), a su hermano Jem (Phillip Alford) y a su amigo de verano “Dill” (en realidad, Truman Capote, gran amigo de Lee, al que interpreta John Megna,
cuyo parecido con el Capote niño resulta extraordinario). En los EEUU,
los niños estudian el libro en las escuelas y Atticus Finch ha sido
objeto de estudio y comentario por parte de alguno de los más notables
juristas norteamericanos, aunque el personaje no es presentado como un
genio del Derecho. Aquí se llamó Matar a un ruiseñor, aunque Mockingbird, en puridad, no es un ruiseñor, sino un sinsonte. Tanto el nombre náhuatl, Centzontototl, (“Ave de las cuatrocientas voces”), como el griego de su denominación científica, Mimus polyglottos, aluden a su capacidad canora: parece que los machos experimentados pueden expresar entre 50 y 200 canciones. Ruiseñor o sinsonte, no causa ningún daño; al contrario, nos deleita con sus cantos y por eso Atticus les explica a los niños que matarlo es un pecado, porque es lo mismo que matar la inocencia.
¿Qué es lo que hace atractiva la
figura de Atticus para los juristas y también para cualquier ciudadano,
para cualquier justiciable? Atticus se gana la vida modestamente
ejerciendo como abogado en Maycombe (trasunto de Monroeville, Alabama,
el pueblo de Lee), en medio de la Depresión que golpea también a este
villorrio. Su carácter recto, independiente, su honradez, se ponen a
prueba cuando acepta la defensa de oficio de Tom Robinson (el actor es Brock Peters), un negro acusado de violar a una chica blanca, hija de un granjero borracho, maltratador y violento.
Un jurado compuesto por doce hombres blancos hace prever el veredicto
de culpabilidad, contra el que Atticus despliega toda su capacidad
argumentativa, en balde…Y, sin embargo, no es tanto el abogado hábil y
experimentado lo que nos queda de Atticus, sino el ser humano de una
pieza que encarna el modelo de abogado de oficio, la institución clave para que pueda existir la justicia gratuita que garantiza el acceso al derecho a la defensa (por tanto, a la tutela judicial efectiva) a cualquiera. Y sin ese derecho, no existe el derecho a tener derechos
para quien no tenga medios o se encuentre en situación de particular
vulnerabilidad. Así sucede, por ejemplo, cuando se pertenece a un grupo
que, por diferentes razones y factores que varían temporal y
geográficamente, sitúa a determinados seres humanos en posición de
prejuicio y desventaja: mujeres, niños, extranjeros, minorías raciales,
religiosas, lingüísticas, de opción sexual, etc.
¿Por qué encarna Atticus los valores del abogado de oficio? La mejor explicación la encuentro en un excelente volumen sobre deontología de jueces y abogados, editado por la profesora García Pascual, El buen jurista. Deontología del Derecho (Tirant lo Blanch, 2013). Varios de los autores del libro se refieren a las tesis de David Luban, autor de Legal Ethics and Human Dignity
(Cambridge University Press, 2009), quien ofrece, a mi entender, la
mejor justificación de la tarea del abogado de oficio, aunque no se
refiera expresamente al personaje de Harper Lee.
Para Luban, en efecto, la figura del abogado de oficio enlaza directamente con la defensa de los principios de dignidad y autonomía, fundamento a su vez de la noción misma de derechos humanos. Y es así porque, como escribe, el abogado de oficio defiende a un cliente al que las circunstancias sociales impiden o dificultan que tenga voz ante el Derecho.
De esa forma, la institución de la justicia gratuita evita una
humillación incompatible con la dignidad, con la autonomía, la de ser
silenciado e ignorado, la de no ser valorado como alguien al que hay que
escuchar en los tribunales de justicia. La de no ser considerado un igual ante el Derecho.
En definitiva, concluye Luban, el deber deontológico de los abogados
que les vincula con los principios de dignidad y autonomía, prohíbe
“humillar a las personas y tratarlas como si sus historias y compromisos
subjetivos propios fuesen insignificantes.”
Pues bien, esa tarea es la que se ve en peligro con la propuesta de reforma de la ley que ha presentado el Ministro Gallardón. Así lo argumentaron recientemente Carlos Carnicer, Presidente del Colegio general de la Abogacía de España y el Decano del Colegio de Abogados de Zaragoza, Antonio Morán (como lo han hecho prácticamente todos los Decanos), en una rueda de prensa con motivo del Día de la Justicia Gratuita y del Turno de Oficio. En su opinión, el
proyecto de ley de justicia gratuita que propone el ministro Gallardón
supone un notable entorpecimiento del sistema actual, una reforma de la
ley vigente que carece de justificación en términos de la defensa del
justiciable sin medios: acaba con la territorialidad que asegura la
proximidad y adecuación del abogado de oficio a la causa, no incluye la
asistencia previa al proceso judicial, ni a presos, ni la posible
intervención de diversos profesionales que podrían ser necesarios en el
proceso. Además, pone en serio peligro la ya muy depauperada situación
de estos profesionales, los abogados de oficio, pues “no se garantiza
totalmente las prestaciones económicas a los abogados que prestan el
servicio”, además de incrementar su carga burocrática. Si este proyecto
se une a la reforma de las tasas judiciales que ha implantado el mismo ministro, “se dará la puntilla al sistema”, en opinión de los Colegios de Abogados.
El ministro de justicia (y, no lo
olvidemos, el Gobierno que preside el Sr Rajoy) alega que sus reformas
“modernizarán” el acceso a la justicia y supondrán una gran
racionalización y mejorarán la percepción de la justicia que tienen los
ciudadanos. Es evidente que, para los señores Gallardón y Rajoy,
Atticus Finch debe pertenecer a esa denostada categoría de progres
radicales, que ignoran la verdaderas exigencias de la sociedad. Es
lo mismo que pensaban una parte de los conciudadanos de Maycombe. Uno,
la verdad, prefiere estar en el otro lado, en la compañía de Atticus
Finch, no de esa mayoría que, aunque se evoque como silenciosa, pudiera
resultar más próxima a otra cosa. Me refiero, claro, al proceso que nos
describiera aquella otra película de 1966 de Arthur Penn, también con un
texto de Horton Foote y Lillian Hellman, difícil de olvidar por el
personaje del sheriff Calder, encarnado en este caso por Marlon Brando: La jauría humana.
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