Juan José Téllez
A ciertos sectores de Cataluña parece inquietar el velocímetro del habla andaluza. Su acento ya puso en guardia, en su día, a Montserrat Nebrera, entonces a bordo del PP. Y, en sede parlamentaria, insistió en ello hace poco el president Artur Mas, de CiU. Los niños andaluces hablan tan rápido que no se les entiende. Cierto es. Tanto que Hollywood debiera doblar las películas al andaluz para ayudar a la inmersión lingüística del sur. A cambio, la Junta de Andalucía habría de subtitular algunas sevillanas para que puedan ser felizmente comprendidas durante la muy plural feria de abril de Barcelona.
Existen, sin embargo, motivos poderosos para que el andaluz hable con más velocidad que Fernando Alonso en sus mejores días. Tiene que recuperar el tiempo perdido durante siglos de mordaza: desde la expulsión de los moriscos y sefarditas, los habitantes del sur estuvieron más callados que en misa, salvo cuando les dio por crear un anteproyecto de democracia con la Constitución de Cádiz. Ahora como entonces, puede que tengan muchas ideas y teman que no les de tiempo a expresarlas porque cualquier día pueda volver el tío Paco con la rebaja de las libertades.
Andalucía estuvo tan lenta durante el siglo XIX que dejó que les cerraran de saldo sus primeras fábricas textiles. Los suyos tuvieron que darse bulla para coger a tiempo el transmiseriano y buscar en Cataluña el asilo político contra el hambre y demostrar luego que podían ser tan cataluces como andalanes.
Se apresuraron para poder escribir a tiempo los mejores versos del 27. Y para evitar que en 1980 le tangaran la autonomía cuando intentaron endilgarles sin suerte una de segunda mano. Lo mismo cualquiera de ellos propone que las oposiciones públicas en Andalucía se basen en exámenes orales al ritmo de los neutrinos. Así, quizá jugarían en igualdad de condiciones con otras comunidades que tienen la inmensa suerte de ser bilingües. Pero, bienvenido sea, ni todos los catalanes ni todos los andaluces desprecian las otras identidades sino que se limitan a defender razonablemente las propias. Cuestión de estilo.
Algunos incluso defendemos las "otras" como razonablemente propias.
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