MANUEL VICENT 21/01/2012             
Arrastrando las zapatillas por los pasillos de su apartamento  de Belgravia donde vive la soledad de sus 87 años, perdida en el bosque  lácteo de su desmemoria, tal vez Margaret Thatcher llega hasta una de  las ventanas, aparta los visillos y mira la calle llena de hormigas y  piojos humanos que se mueven con angustia hacia la estación del  suburbano o la parada del autobús. Luego abre un armario, descuelga una  chaqueta de su marido, Dennis Thatcher, un hombre de negocios del sector  del petróleo, que murió hace 10 años, aunque ella cree que aún está  vivo, y pasa toda la mañana limpiándole una mancha en la solapa.
El pasado no existe. La señora Thatcher ignora que nació en Grantham,  una pequeña ciudad del noreste de Inglaterra donde de joven despachaba  detrás del mostrador de la tienda de ultramarinos de su padre, el señor  Alfred Roberts, un menestral de clase media y edil del Ayuntamiento,  imbuido por el rigor metodista que aplicó a la política municipal, a la  contabilidad de su negocio y a la educación severa de su hija. Margaret  Hilda Roberts aprendió en la tienda familiar desde niña que el género  humano es solo una clientela y que se divide en dos: unos clientes son  serios, honrados y laboriosos, lo que les permite pagar la compra al  contado; en cambio, a otros su padre tenía que fiarles porque se pasaban  el día en la taberna y esperaban que el Estado les resolviera los  problemas con subsidios y esas cosas, hasta que hubo que retirarles el  crédito para cortar por lo sano.
Esta joven tendera tenía una  voluntad férrea y la inteligencia muy despierta, lo que le permitió  conseguir una beca para estudiar en un colegio de Oxford, pero llevaba  ya incorporadas en el cerebro las lecciones prácticas que se aprenden de  la vida y no en la universidad: que dos y dos son cuatro y nunca son  cinco. En 1946, recién terminada la guerra mundial, era una hazaña que  una chica como Margaret fuera admitida en el círculo de los estudiantes  elitistas y que, encima, decidida a meterse en política, eligiera  hacerlo en el Partido Conservador. Un clan lleno de machistas, gentes de  casta, viejos lores, aristócratas cacatúas y herederos mantecosos,  cuyas mujeres permanecían en casa dando órdenes a los criados después de  montar a caballo por la pradera.
Todo el secreto de la Dama de  Hierro fue que defendió en economía las cuentas de la vieja con suma  entereza y obstinación. Por lo demás, la política consistía en mantener  siempre muy alta una moral de combate. Esta actitud de no permitirse  nunca una duda fue un disolvente entre los blandos varones de Partido  Conservador. Margaret Thatcher comenzó a escalar puestos; primero obtuvo  un escaño en el Parlamento, y antes de acceder al puesto de ministra de  Educación, ensayó sus armas como secretaria de la Seguridad Social,  donde practicó las mismas artes que la zorra realiza en un corral de  gallinas; luego fue líder del Partido Conservador, y en 1979, mientras  el IRA hacía saltar por los aires a lord Mountbatten desde su yate,  Margaret Thatcher ganó las elecciones generales y se convirtió en la  primera ministra, un suceso insólito en la historia de Europa. A renglón  seguido, comenzó a aplicar la receta de una tendera de clase media. El  mercado lo es todo. El mercado se corrige a sí mismo, se purifica  expulsando de su seno a los débiles y a los holgazanes. El Estado no  está para ayudar a los ciudadanos. Cada uno es responsable de sí mismo.
Mientras  Margaret Thatcher planchaba a los sindicatos, privatizaba a las  empresas públicas, se enfrentaba a las huelgas y entronizaba el  neoliberalismo más salvaje, desde Dawning Street se dirigía a la Cámara  de los Comunes con el bolso de cocodrilo charolado como el mismo  espíritu con que iba a la tienda de ultramarinos de su padre. Fue el  gran festín del librecambio con los perros de la codicia humana ladrando  en el corazón del dinero. Pero aquella fiesta se convirtió en el baile  maldito de esta durísima crisis económica.
De pronto, ahora, en  medio de su locura senil, la misma que sufrió Ronald Reagan, su compadre  neoliberal, Margaret Thatcher se pone el abrigo en su apartamento de  Belgravia, se cubre la cabeza con un pañuelo y decide bajar a la calle a  comprar una botella de leche en una tienda de comestibles de la  esquina. Ninguna de las hormigas y piojos humanos con los que se cruza  en la acera, hoy sometidos al paro más despiadado, reconoce a esa  anciana encorvada, que en realidad es la principal responsable de su  miseria.
 
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