No pienso en la vejez como en una época cada vez más penosa que
tenemos que soportar de la mejor manera posible, sino en una época de
ocio y libertad, liberados de las urgencias artificiosas de días pasados
Anoche soñé con el mercurio: enormes y relucientes
glóbulos de azogue
que subían y bajaban. El mercurio es el elemento número 80, y mi sueño
fue un recordatorio de que muy pronto los años que iba a cumplir también
serían 80. Desde que era un niño, cuando conocí los números atómicos,
para mí los elementos de la tabla periódica y los cumpleaños han estado
entrelazados. A los 11 años podía decir: “soy sodio” (elemento 11), y
cuando tuve 79 años, fui oro. Hace unos años, cuando le di a un amigo
una botella de mercurio por su 80º cumpleaños (una botella especial que
no podía tener fugas ni romperse) me miró de una forma peculiar, pero
más adelante me envió una carta encantadora en la que bromeaba: “tomo un
poquito todas las mañanas, por salud”.
¡80 años! Casi no me lo creo. Muchas veces tengo la sensación de que
la vida está a punto de empezar, para en seguida darme cuenta de que
casi ha terminado. Mi madre era la decimosexta de 18 niños; yo fui el
más joven de sus cuatro hijos, y casi el más joven del vasto número de
primos de su lado de su familia. Siempre fui el más joven de mi clase en
el instituto. He mantenido esta sensación de ser siempre el más joven,
aunque ahora mismo ya soy prácticamente la persona más vieja que
conozco.
A los 41 años pensé que me moriría: tuve una mala caída y me rompí
una pierna haciendo a solas montañismo. Me entablillé la pierna lo mejor
que pude y empecé a descender la montaña torpemente, ayudándome solo de
los brazos. En las largas horas que siguieron me asaltaron los
recuerdos, tanto los buenos como los malos. La mayoría surgían de la
gratitud: gratitud por lo que me habían dado otros, y también gratitud
por haber sido capaz de devolver algo (el año anterior se había
publicado Despertares).
A los 80 años, con un puñado de problemas médicos y quirúrgicos,
aunque ninguno de ellos vaya a incapacitarme. Me siento contento de
estar vivo: “¡Me alegro de no estar muerto!”. Es una frase que se me
escapa cuando hace un día perfecto. (Esto lo cuento como contraste a una
anécdota que me contó un amigo. Paseando por París con Samuel Beckett
durante una perfecta mañana de primavera, le dijo: “¿Un día como este no
hace que le alegre estar vivo?”. A lo que Beckett respondió: “Yo no
diría tanto”). Me siento agradecido por haber experimentado muchas cosas
–algunas maravillosas, otras horribles— y por haber sido capaz de
escribir una docena de libros, por haber recibido innumerables cartas de
amigos, colegas, y lectores, y por disfrutar de mantener lo que
Nathaniel Hawthorne llamaba “relaciones con el mundo”.
Siento haber perdido (y seguir perdiendo) tanto tiempo; siento ser
tan angustiosamente tímido a los 80 como lo era a los 20; siento no
hablar más idiomas que mi lengua materna, y no haber viajado ni haber
experimentado otras culturas más ampliamente.
Siento que debería estar intentado completar mi vida, signifique lo
que signifique eso de “completar una vida”. Algunos de mis pacientes,
con 90 o 100 años, entonan el nunc dimittis —“He tenido una
vida plena, y ahora estoy listo para irme”—. Para algunos de ellos, esto
significa irse al cielo, y siempre es el cielo y no el infierno, aunque
tanto a Samuel Johnson como a Boswell les estremecía la idea de ir al
infierno, y se enfurecían con Hume, que no creía en tales cosas. Yo no
tengo ninguna fe en (ni deseo de) una existencia posmortem, más
allá de la que tendré en los recuerdos de mis amigos, y en la esperanza
de que algunos de mis libros sigan “hablando” con la gente después de
mi muerte.
El poeta W. H. Auden decía a menudo que pensaba vivir hasta los 80 y
luego “marcharse con viento fresco” (vivió solo hasta los 67). Aunque
han pasado 49 años desde su muerte yo sueño a menudo con él, de la misma
manera que sueño con Luria, y con mis padres y con antiguos pacientes.
Todos se fueron hace ya mucho tiempo, pero los quise y fueron
importantes en mi vida.
A los 80 se cierne sobre uno el espectro de la demencia o del
infarto. Un tercio de mis contemporáneos están muertos, y muchos más se
ven atrapados en existencias trágicas y mínimas, con graves dolencias
físicas o mentales. A los 80 las marcas de la decadencia son más que
aparentes. Las reacciones se han vuelto más lentas, los nombres se te
escapan con más frecuencia y hay que administrar las energías pero, con
todo, uno se encuentra muchas veces pletórico y lleno de vida, y nada
“viejo”. Tal vez, con suerte, llegue, más o menos intacto, a cumplir
algunos años más, y se me conceda la libertad de amar y de trabajar, las
dos cosas más importantes de la vida, como insistía Freud.
Cuando me llegue la hora, espero poder morir en plena acción, como
Francis Crick. Cuando le dijeron, a los 85 años, que tenía un cáncer
mortal, hizo una breve pausa, miró al techo, y pronunció: “Todo lo que
tiene un principio tiene que tener un final”, y procedió a seguir
pensando en lo que le tenía ocupado antes. Cuando murió, a los 88,
seguía completamente entregado a su trabajo más creativo.
Mi padre, que vivió hasta los 94, dijo muchas veces que sus 80 años
habían sido una de las décadas en las que más había disfrutado en su
vida. Sentía, como estoy empezando a sentir yo ahora, no un
encogimiento, sino una ampliación de la vida y de la perspectiva mental.
Uno tiene una larga experiencia de la vida, y no solo de la propia,
sino también de la de los demás. Hemos visto triunfos y tragedias,
ascensos y declives, revoluciones y guerras, grandes logros y también
profundas ambigüedades. Hemos visto el surgimiento de grandes teorías,
para luego ver cómo los hechos obstinados las derribaban. Uno es más
consciente de que todo es pasajero, y también, posiblemente, más
consciente de la belleza. A los 80 años uno puede tener una mirada
amplia, y una sensación vívida, vivida, de la historia que no era
posible tener con menos edad. Yo soy capaz de imaginar, de sentir en los
huesos, lo que supone un siglo, cosa que no podía hacer cuando tenía 40
años, o 60. No pienso en la vejez como en una época cada vez más penosa
que tenemos que soportar de la mejor manera posible, sino en una época
de ocio y libertad, liberados de las urgencias artificiosas de días
pasados, libres para explorar lo que deseemos, y para unir los
pensamientos y las emociones de toda una vida. Tengo ganas de tener 80
años.
Oliver Sacks es neurólogo y escritor. Entre sus obras destacan Los ojos de la mente, Despertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Su último libro, Alucinaciones, lo publicará próximamente Anagrama.
© Oliver Sacks, 2013
Traducción de Eva Cruz.
© Oliver Sacks, 2013
Traducción de Eva Cruz.
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