«Si las
palabras se deterioran, ¿qué las sustituirá? Son todo lo que tenemos».
El refugio de la memoria de Toni Judt
El refugio de la memoria de Toni Judt
El debate sobre
la degradación política nos ha llevado, inevitablemente, al debate a fondo
sobre la degradación de la palabra política: a su significado, a su intención,
a su uso y a su responsabilidad.
Dos recientes textos
periodísticos abordan este íntimo nexo entre palabra y política. En el
reportaje Lo
que la cháchara política esconde (El País), Victòria Camps afirma: «El uso del eufemismo es habitual para evitar
términos demasiado claros. Pero también ocurre lo contrario: las palabras que
conllevan un valor y que se usan para mencionar un cambio positivo, como
transparencia, se manosean tanto y se ven tan falseadas por la realidad
cotidiana que se devalúan antes de que podamos incorporarlas con normalidad al
lenguaje político».
Y también en Delenda
est, el reciente artículo de Guillem Martínez, se identifica con claridad el nudo gordiano del problema: «El poder
—o algo más amplio: el sistema, pues el poder y la oposición, aquí abajo y
desde hace 35 años, comparten palabras, discursos, cultura— está
lingüísticamente noqueado. Un indicio de que el colapso del sistema es mayor de
lo previsto. Sin palabras propias, las instituciones parecen estar abandonadas
a sí mismas».
Cuando la
política (formal) no sabe hablar es que —quizá— no sabe qué decir. Y muestra,
con toda su crudeza, sus limitaciones directivas y reflexivas. De ahí, el
protagonismo de la nueva política, la que emerge entre las
mareas y los
márgenes de nuestro sistema de representación institucional y su ecosistema
informativo. Su fuerza y su atractivo radica en el
uso más creativo, más transparente y más «radical» del lenguaje: el que
sirve para movilizar y actuar. La ecuación reflexión-comunicación-acción, tan
insustituible en la política democrática, se ha vuelto incomprensible en
nuestros representantes. Es imprescindible un rearme conceptual. No hablo
simplemente de mejorar técnica retórica (bienvenida sea). Se trata de un
fortalecimiento del sentido del lenguaje: el que construye sociedad, no el que
la destruye.
El descrédito de
la política es el descrédito de su palabra y de los que la utilizan sin
criterio y sin responsabilidad. Cuando la palabra no compromete (al que
la pronuncia), no puede convencer al que la escucha. Y, sin palabras, no hay diálogo.
Esta ruptura entre la palabra política y la democracia representativa es lo que
vacía a la segunda de legitimidad renovada en un mundo y una sociedad en la que
la abundancia de palabras exige la mayor calidad de las mismas para que puedan
optar a la atención de las personas.
Entre las críticas
más duras contra los políticos y los partidos, las más frecuentes se articulan
alrededor del lenguaje: «no se les
entiende», «hablan para y entre ellos», «mienten», «hablan de lo que les
interesa», «no dicen nada», «no saben qué decir», «no saben ni hablar», «prometen
pero no cumplen». Lo que provoca la desconexión inmediata y el prejuicio
generalizado ganado a pulso. Críticas a las que hay que añadir, ahora, esta nueva
dosis de descrédito: la que provoca la
omisión y el silencio ante las preguntas de los periodistas o de la sociedad.
Recuperar la
política es recuperar el sentido de las palabras, y su capacidad de otorgar significado
y contexto a la realidad. Se trata de hablar para comprender (al otro, a los
otros) más que para convencer (a los propios). Hablar para ofrecer un
horizonte, un
sentido, más que para imponer un criterio y unas medidas.
En el libro de Toni Judt, El refugio de la memoria, el autor nos recuerda que «en La política
y la lengua inglesa, George Orwell reprendía a sus contemporáneos por utilizar
el lenguaje para desconcertar más que para informar. Su crítica estaba dirigida
a la mala fe: la gente escribía pobremente porque estaba intentando decir algo
poco claro, cuando no mintiendo deliberadamente. A mí me parece que nuestro
problema es diferente. La prosa de muy baja calidad es hoy indicativa de
inseguridad intelectual: hablamos y escribimos mal porque no nos sentimos
seguros de lo que pensamos y nos resistimos a afirmarlo de un modo inequívoco».
Este es el
problema. Que la ambigüedad ha
sustituido a la claridad. La distracción, a la precisión. La ocultación,
a la certeza. La manipulación, a la conversación. La propaganda, a la
comunicación. La confusión, a la visión. Y el silencio, a la responsabilidad. Esta
situación es insoportable. Cuando el poder no habla (no sabe, no quiere, no
puede), impone. Y, entonces, ya no es (o no se percibe) democrático. Este es el
tremendo y grave riesgo en el que estamos.
Recuperar la
política no será posible sin las palabras. Las mejores: las más bellas, porque
sean las más sinceras, las que mejor comprendan, para que puedan ser la base de
transformación y cambio. Sin ellas no hay futuro, porque no pueden dibujar la
esperanza (colectiva), la que permite creer en los sueños y alimentar los
retos. Y, sin esta, el miedo (individual) abrirá las puertas del egoísmo cainita
y, con ello, el desmoronamiento del concepto de lo público que es la base de
nuestra cultura democrática.
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