Luis García Montero y Arcadi Espada...
hablan de muertos, pero como siempre es lo mismo pero no es igual... afortunadamente.
Yo me siento como Luis, y también diría nosotros los ahogados
Los ojos abiertos de los ahogados son una interrogación. Miran a la muerte, preguntan, piden explicaciones. Cuando la muerte ajena depende de nosotros, los ojos flotan para siempre en la memoria. Recuerdo a Albert Camus, vuelvo al punzante sentimiento de culpa de Jean Baptiste Clamence, el juez peregrino de La caída
(1956). Un hombre se cruza con una mujer en un puente del Sena. De
pronto la vida se condensa en unos segundos, en el vértigo de una
decisión. La mujer es una suicida que se lanza a las aguas del río. ¿Qué
hacer? El hombre puede desentenderse, quedarse quieto, seguir camino.
Puede también lanzarse al agua, dar socorro a la vida que se pierde.
La literatura es a veces una forma de consuelo porque su imaginación
moral permite las segundas oportunidades. Ocurrida la desgracia es
posible volver al puente, cruzarse de nuevo con la mujer, saltar al Sena
para impedir su muerte. Pero la vida no suele ser tan bondadosa ante lo
irremediable. La culpa de Clamence define como una sombra la
responsabilidad del ser humano. En medio del abusurdo, el azar, la
hostilidad de la existencia, hay valores que dependen de nosotros y no
se pueden traicionar de manera impune. Las caídas de los demás se convierten en nuestra propia caída, nos llevan a la negación de nosotros mismos. Nos conmueve una lealtad humana que no sabe humillarse con tranquilidad ante la cobardía.
Las catástrofes del mar se desatan también en nuestros sentimientos,
forman parte con especial intimidad de la historia de los seres humanos,
de las leyendas de la vida y la muerte. La orilla, las tormentas, las
islas, los naufragios y los barcos salvavidas están pegados a nuestra
piel literaria porque son una metáfora del existir. Los miedos y las esperanzas tienen desde hace mucho tiempo, y desde hace mucha muerte, olor a agua marina.
Resulta difícil archivar con tranquilidad la memoria del día 6 de
febrero de 2014. Nos hemos acostumbrado ya a la injusticia, la
precariedad, la rabia y la mentira. Son nuestra rutina, el veneno de
cada día. Pero la muerte de los inmigrantes en la playa de Ceuta
clama dentro de nuestro ser como el viento en un abismo y nos coloca al
borde del precipicio. Es demasiado dura la escena de una
policía aduanera que se desentiende de la muerte de las personas. Más
que salvar al que se ahoga, la orden se preocupa de que los nadadores
agonizantes no lleguen a la orilla. ¿Qué están haciendo con nosotros?
No entro en el agravante cruel de las balas de goma, los disparos de
fogueo y los gases lacrimógenos que aumentaron la desgracia. Aunque las
fuerzas de seguridad se hubiesen quedado quietas sin hostilizar a los
indefensos, el abismo ético resultaría también demasiado profundo. ¿Cómo
no lanzarse al agua para salvar al suicida, al inmigrante, al ser
humano que está a punto de morir delante de nuestros ojos? La
pregunta va más allá de la ideología del político que da la orden, del
policía que se refugia en la obediencia. La pregunta me afecta a mí.
¿Qué están haciendo con nosotros, en qué país vivimos, qué moral
configura el día y la noche de nuestra realidad? Por encima de cualquier
debate, es desolador asumir la situación a la que hemos llegado. Quien
nos representa, quien fue elegido para defendernos, ya no responde al
grito de ¡hombre al agua! Asume como algo normal que la preocupación
prioritaria de su trabajo sea que un náufrago, el otro, no llegue a la
orilla.
Resulta imprescindible exigir responsabilidades públicas, claro que sí.
Pero vamos a cuidar también de nuestra vida privada porque están
haciendo de nosotros algo muy difícil de aceptar, un musgo venenoso
parecido al agua oscura y verde del pozo en el que flotan los ahogados.
Vamos a cuidarnos más allá de las órdenes públicas. Elijamos una mañana
de domingo y una vereda con árboles para caminar. Elijamos un buen
paseo, una buena película, un libro de Camus, una música, un recuerdo
preferido, una conversación, un cumpleaños para querer a los amigos, una
siesta para hacer el amor poniendo mucha atención en cada caricia, en
cada beso, en cada murmullo. Elijamos un buen periódico, una mirada que
nos dé compañía. Elijamos cualquier cosa que nos salve de la
degradación y que nos ayude a recordar el oficio de ser o el instinto de
lanzarse al agua para salvar al desdichado que se esté ahogando.
¿Quién nos manda? ¿Quién fabrica nuestra realidad? Escribió Albert Camus que sólo merecen piedad aquellos que han perdido el sentimiento de la compasión. Pues que alguien se apiade de nosotros.
APROVECHANDO que se habían ahogado 15 negros tratando de llegar a Europa, el poeta Luis García Montero escribió en su facebook:
«Nosotros, los ahogados». Más o menos al mismo tiempo mi amigo el
columnista José García Domínguez había dejado escrito en otra barra de
bar: «Los periodistas tenemos en común con los políticos que nuestro
oficio exige adular todos los días a la plebe. Por eso es empleo de
cínicos». Un día de estos le preguntaré qué exigencia de adulación
tienen los poetas comunistas, soi-disant, y por qué son el cinismo de
más baja estrofa. La ficción de García Montero, evacuada desde tierra
adentro, venía decorada por una similar y muy famosa, la que cometió el
fotógrafo Javier Bauluz con una pobre pareja de bañistas, tal vez
indefensos adúlteros con neverita, a los que adosó un negro ahogado y
llamó, con la entusiasta ayuda del diario La Vanguardia y un señor Rius,
La indiferencia de Occidente.
«Nosotros, los ahogados», dice el poeta sin fronteras, sin mover otro músculo que el del cinismo solidario, respirando sin novedad desde su habitación abrigada mientras afuera llueve, con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas. Se debe de creer el poeta que un negro ahogado es igual que el futbolista, todos somos Dani Jarque, a ver.
No. El poeta García Montero no es el negro ahogado. Todo lo contrario. El poeta García Montero, aunque lejos, muy lejos esté de entenderlo, aunque grite ¡dimisión dimisión! como quien pide a gritos un fusible para su ética, es el ministro del Interior disparando. Disparando, claro está, con absoluto control de sí y de sus recursos, y mientras se santigua. Es decir, disparando balas de goma contra los negros para que si acaso adviene la muerte sea solo un efecto colateral. Para ser justos yo comprendería que el poeta García acudiese a la metáfora sinecdótica, y hasta a la dimisión, si el ministro Fernández hubiera procedido con fuego real, clavando sus buenos balazos del nueve en la frente de los negros que querían tocar tierra poética. Hasta yo mismo hubiese exigido entonces el cese del ministro, por la exageración. ¿Pero balas de goma? Hombre, hombre. ¡Qué menos! Dispararle balas de goma a un negro que insiste es casi, casi una untuosa ceremoniosidad de poeta. ¡Un rito de paso!
No. En la vida de todo poeta llega un momento en que las metáforas deben verificarse y al poeta García Montero, según yo lo entiendo, no le queda ahora más remedio que ahogarse.
«Nosotros, los ahogados», dice el poeta sin fronteras, sin mover otro músculo que el del cinismo solidario, respirando sin novedad desde su habitación abrigada mientras afuera llueve, con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas. Se debe de creer el poeta que un negro ahogado es igual que el futbolista, todos somos Dani Jarque, a ver.
No. El poeta García Montero no es el negro ahogado. Todo lo contrario. El poeta García Montero, aunque lejos, muy lejos esté de entenderlo, aunque grite ¡dimisión dimisión! como quien pide a gritos un fusible para su ética, es el ministro del Interior disparando. Disparando, claro está, con absoluto control de sí y de sus recursos, y mientras se santigua. Es decir, disparando balas de goma contra los negros para que si acaso adviene la muerte sea solo un efecto colateral. Para ser justos yo comprendería que el poeta García acudiese a la metáfora sinecdótica, y hasta a la dimisión, si el ministro Fernández hubiera procedido con fuego real, clavando sus buenos balazos del nueve en la frente de los negros que querían tocar tierra poética. Hasta yo mismo hubiese exigido entonces el cese del ministro, por la exageración. ¿Pero balas de goma? Hombre, hombre. ¡Qué menos! Dispararle balas de goma a un negro que insiste es casi, casi una untuosa ceremoniosidad de poeta. ¡Un rito de paso!
No. En la vida de todo poeta llega un momento en que las metáforas deben verificarse y al poeta García Montero, según yo lo entiendo, no le queda ahora más remedio que ahogarse.
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