La copla de Carlos
truco o trato
Pasaba por la calle San Roque y al torcer para ir a la plaza del Museo me asaltó de pronto como un regalo: una mujer limpiaba los cristales de su balcón y cantaba, ni bajo ni alto pero entonadísima, Ojos verdes. A punto estuve de frenar en seco y quedarme allí como un pasmarote dejándome acunar por esa copla que le daba un sentido, compañía imagino, a su trabajo y a mí me acariciaba el corazón, atribulado en horario laboral.
Oí hace lustros a Serrat decir que amaba la copla porque era la música de su infancia de noi del Poble Sec, las canciones que las mujeres traficaban de ventana en ventana, la banda sonora de los patios de vecinos adonde todavía no habían llegado las radios de Canarias. Antes, o al mismo tiempo, Manuel Vázquez Montalbán, la bandera más roja del antifranquismo entre líneas, había defendido a la copla de las garras del régimen y había reclamado su origen popular, su sentido, su corazón de obrera.
Y vino Carlos Cano y puso, aún más, las cosas en su sitio. No la llames Dolores llámala Lola, no la llames española llámala Andalucía. Y le puso su voz, esa voz de los Currelantes y de la Verde y Blanca.
Anoche setenta millones de corazones, o setecientos mil, o setenta mil soplaron las setenta velas que hubiera apagado Carlos Cano, en su casa, su Graná, Granada, en ese paraíso interior del que presumía y al que, de tanto quererlo, a veces regañaba. El esfuerzo de Amaranta Cano y el compromiso de muchos profesionales y amigos han hecho posible un concierto que consigue lo que el arte y nada más que el arte consigue: que Carlos Cano siga vivo. Porque las canciones de Carlos, como la copla, pertenecen ya a quien las canta y las resucita y las vive y hasta (como quien esto escribe) las perpetra.
Hay una canción de Carlos Cano para todo: la tristeza, la rabia, la alegría, la melancolía, el orgullo, el amor, la solidaridad o la ternura. Las que salían de su mano y de su corazón y las que hacia suyas en poemas de otros (ese Diván de Tamarit, Federico, que joya), y entre ellas esas coplas sobrias y rotas a la vez, sin florituras de manos en los escenarios ni excesos de volantes en la voz. Una copla de lavadero y castañas asadas, una copla de jazmines, no moña, una copla de la Andalucía interior, la introspectiva quiero decir, porque a Carlos Cano le cabía la Sierra y la Bahía de Cádiz. A Carlos Cano le cabíamos todos y por eso sigue ahí en nuestra vida cotidiana cuando queremos expresarnos de verdad.
En la que fue seguramente su última entrevista le preguntaron, si seguía enarbolando la bandera de Andalucía Libre, y Carlos Cano, recién nacido en Nueva York y vuelto a la tierra y a la pelea dijo: creo en una Andalucía de hombres y mujeres libres.
Ahí queda eso.
Oí hace lustros a Serrat decir que amaba la copla porque era la música de su infancia de noi del Poble Sec, las canciones que las mujeres traficaban de ventana en ventana, la banda sonora de los patios de vecinos adonde todavía no habían llegado las radios de Canarias. Antes, o al mismo tiempo, Manuel Vázquez Montalbán, la bandera más roja del antifranquismo entre líneas, había defendido a la copla de las garras del régimen y había reclamado su origen popular, su sentido, su corazón de obrera.
Y vino Carlos Cano y puso, aún más, las cosas en su sitio. No la llames Dolores llámala Lola, no la llames española llámala Andalucía. Y le puso su voz, esa voz de los Currelantes y de la Verde y Blanca.
Anoche setenta millones de corazones, o setecientos mil, o setenta mil soplaron las setenta velas que hubiera apagado Carlos Cano, en su casa, su Graná, Granada, en ese paraíso interior del que presumía y al que, de tanto quererlo, a veces regañaba. El esfuerzo de Amaranta Cano y el compromiso de muchos profesionales y amigos han hecho posible un concierto que consigue lo que el arte y nada más que el arte consigue: que Carlos Cano siga vivo. Porque las canciones de Carlos, como la copla, pertenecen ya a quien las canta y las resucita y las vive y hasta (como quien esto escribe) las perpetra.
Hay una canción de Carlos Cano para todo: la tristeza, la rabia, la alegría, la melancolía, el orgullo, el amor, la solidaridad o la ternura. Las que salían de su mano y de su corazón y las que hacia suyas en poemas de otros (ese Diván de Tamarit, Federico, que joya), y entre ellas esas coplas sobrias y rotas a la vez, sin florituras de manos en los escenarios ni excesos de volantes en la voz. Una copla de lavadero y castañas asadas, una copla de jazmines, no moña, una copla de la Andalucía interior, la introspectiva quiero decir, porque a Carlos Cano le cabía la Sierra y la Bahía de Cádiz. A Carlos Cano le cabíamos todos y por eso sigue ahí en nuestra vida cotidiana cuando queremos expresarnos de verdad.
En la que fue seguramente su última entrevista le preguntaron, si seguía enarbolando la bandera de Andalucía Libre, y Carlos Cano, recién nacido en Nueva York y vuelto a la tierra y a la pelea dijo: creo en una Andalucía de hombres y mujeres libres.
Ahí queda eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario