De un tiempo a esta parte parece extenderse entre la izquierda de mi 
generación un discurso que, más o menos, vendría a decir lo siguiente: 
¿quién tiene la culpa de la ínfima calidad de nuestra democracia? La 
Transición. ¿Por qué nuestra democracia amenaza con convertirse en una 
partitocracia? Por la Transición. ¿A qué se debe el pésimo 
funcionamiento de nuestra justicia? También a la Transición. ¿Cuál es el
 origen de la crisis económica? Cuál va a ser: la 
Transición. ¿Y de la 
llamada crisis moral? La Transición también. ¿Y del llamado problema 
catalán? La Transición, la Transición, la Transición. De todo tiene la 
culpa la Transición; o sea: de todo tienen la culpa papá y mamá, que 
fueron los que hicieron la Transición.
¿Cuántos años hace de la Transición? Una eternidad. ¿Y en todo este 
tiempo qué hemos hecho nosotros? ¿Mejorar la precaria democracia que 
alumbró la Transición hasta convertirla en una democracia saludable, o 
tumbarnos a la bartola y dejar que aquella democracia se pudriese? ¿De 
verdad no hemos tenido tiempo en estos 30 años de hacer bien lo que 
entonces se hizo mal? ¿De verdad no somos responsables de nuestras 
desgracias y podemos seguir achacándoselas a papá y mamá? La Transición 
no fue perfecta; eso solo lo piensa esa derecha que intenta monopolizar 
la Transición y esa izquierda que ignora que la Transición también (o 
sobre todo) la hizo la izquierda. No: la Transición fue una chapuza; 
pero hay que ser un descerebrado para no estar a favor de esa chapuza. 
No me canso de repetir una observación de Miguel Ángel Aguilar: es raro 
que nuestra generación se sienta más orgullosa de sus abuelos, que 
dirimieron sus diferencias con una guerra, que de sus padres, que 
dirimieron sus diferencias sin ella. Raro no: rarísimo, porque es mil 
veces preferible el peor apaño que 600.000 muertos. Sobre todo si el 
apaño crea una democracia. ¿Una democracia mediocre? Claro, ¿cómo iba a 
ser, después de 40 años de dictadura? Pero la cuestión no es si esa 
democracia era mediocre o no, sino qué hemos hecho nosotros con ella. 
Pongo un ejemplo que tampoco me canso de poner. Al principio de la 
Transición apenas existían partidos políticos, de forma que una de las 
primeras preocupaciones de los founding fathers fue crear unos 
partidos fuertes; era indispensable: los partidos son el único cauce 
verosímil de las preocupaciones y aspiraciones de la gente, así que no 
hay democracia real sin ellos. El problema fue que mientras la 
democracia se asentaba, los partidos se desbordaron e, incapaces de 
frenarse a sí mismos, empezaron a inundarlo todo, desde el poder 
económico hasta el poder judicial, convirtiéndose además en focos 
permanentes de corrupción y en una especie de clubes antidemocráticos y 
dominados por sus cúpulas. Así que lo que en los años setenta fue una 
buena solución se ha convertido con el tiempo en un problema, quizá en 
nuestro principal problema. Pero ese problema no lo creó la Transición; 
lo hemos creado nosotros.
El peor enemigo de la izquierda no es la derecha, sino la irresponsabilidad de la izquierda; es decir: el kitsch
 de izquierdas. ¿Hay una infantilización general de la izquierda? No lo 
sé, aunque eso explicaría cosas como el entusiasmo despertado por 
aquella dirigente treintañera de las juventudes socialistas que, en una 
reunión de socialistas celebrada en Cascais, les recriminó a sus mayores
 que quisieran “remover la revolución desde un hotel de cinco 
estrellas”. Dios santo, ¿no se había enterado esa chica de que ya no se 
toma el poder con la revolución, sino con las urnas? ¿Tampoco de que es 
difícil que un hotel de tres estrellas sea capaz de acoger un evento 
como ese, y de que, según y cómo, uno de cinco puede resultar incluso 
más barato? ¿Ni siquiera se ha enterado de que uno ya no es joven a los 
30 años? ¿No podría exigirle a su propio partido los cambios que todos 
sabemos que necesita en vez de adornarse con la demagogia autosatisfecha
 de sus discursos? No, colegas: la culpa de este desastre no la tienen 
papá y mamá; la tenemos nosotros.

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