La vida es peligrosa. Decía Albert Einstein que lo
es, no “por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a
ver lo que pasa”. No me podría hoy identificar más con la frase de
alguien que, desde su intelecto superior, es capaz de discurrir algo tan
práctico y que nos concierne a todos.
Por eso mi
deseo más importante, firme y, diría yo que hasta rugiente, para este
año que iniciamos, es que se rompan las patas de todas las sillas que
aguantan esos culos tan poco interesados en contribuir a enderezar
nuestro rumbo. Un buen golpetazo en el suelo de lo real, y también una
huida libre de la mente hacia la utopía de lo posible. Imaginad la
tremolina, el sofoco de quienes, de repente, descubrieran que no se
puede continuar contemplando la representación mientras se le da al
botijo y al abanico, al "a ver cómo termina esto" y al "si no me muevo
igual puede que yo no me hunda por la tempestad".
Junto con esta fantasía, quizá no tan irrealizable, que albergo -aunque,
indudablemente, muy trabajosa-, y que requeriría, quizá, poner en
marcha un sistema de catequesis con visitas intensivas a domicilio
calcado, aunque con otros fines, de los Testigos de Jehová, tengo un
sueño, mucho menos factible, que me produce, en el duermevela de cada
noche, satisfacciones incomparables.
Ya sabéis cómo
funciona. Poco antes de caer dormidos, en ese estado de flotación en el
que nos contamos historias felices para rendirnos al sobre con placer, y
durante el cual asesinamos con impunidad y solemos, en general, poner
las cosas en su sitio y repartir mandobles, e incluso hacer vudú,
durante esa tranquila transición de lo real a lo inconsciente, suelo
desear algo que me parece el colmo del retorcimiento.
Y es que a toda la gente que han sido, que son y serán malos,
codiciosos, corruptos, asquerosamente tiránicos, indefendiblemente
meapilas, golpistas camuflados, hipócritas y canallas, a todos esos que
vosotros y yo conocemos bien, y que sufrimos mucho peor, a todos les
crezca súbitamente una conciencia. La conciencia. Y les deseo que pasen
el resto de su vida mirándose al espejo y viéndose como realmente son.
Quiero que sepan, y que no se perdonen. Y que ningún dios lo haga.
No ocurrirá nunca, pero me babean las encías al pensarlo.
De cualquier modo, a vosotros os deseo lo mismo que a mí. Salud, felicidad y desobediencia.
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