Veníamos diciendo…
El blog de Manu Martínez March.
Siempre ha habido clases.
Por debajo de la crisis económica y la burbuja inmobiliaria. Por
debajo de la corrupción o la necesaria reforma de la ley electoral. Por
debajo de las listas abiertas o los sobresueldos. Por debajo de la
reforma de la Administración o de lo que nos manda Bruselas. Por debajo
de todos esos problemas, hay algo más. Por debajo, soterrada, hay una
guerra.
“El mejor truco que inventó el diablo fue hacer creer al mundo que no
existía”. El diablo, en este caso, se podría decir que es la guerra
entre clases sociales. Y, el gran engaño de quienes la están ganando, es
hacerles creer a los que están perdiendo que tal guerra no existe.
El inversor y multimillonario Warren Buffet, un caballero poco
sospechoso de simpatías comunistas, lo ha expresado muy claramente: “Por
supuesto que existe una lucha de clases. Y la mía ha ganado”.
Este y no otro es el dilema fundamental de nuestro tiempo. Tanto es
así que, como todo problema fundamental, apenas se habla de ello.
Gastamos horas y horas en debatir otras cosas pero casi nunca le
metemos mano a este asunto: los ricos, las grandes empresas y grandes
fortunas, se están adueñando del mundo. No quiero parecer el típico
iluminado de la izquierda radical que reparte sus panfletos marxistas
por la puerta del Sol. De hecho, ni siquiera creo que la lucha de clases
sea “el motor de la Historia” como propuso Marx. Y, sin embargo, negar
que existe, obviar que las clases altas viven cada día mejor a costa del
sufrimiento de los que menos tienen, sería obsceno. Sería negar lo que
acabamos de ver que ha pasado en Bangladesh a cambio de que unas grandes
empresas maximicen los beneficios. Negar que, para salvar a la banca
alemana, toda Europa del Sur está teniendo que suicidarse
económicamente.
Por supuesto, desde los presupuestos de la teoría neoliberal,
impulsada para beneficiar precisamente a aquellos que más tienen, se
niega rotundamente, no ya la existencia de esta lucha, si no incluso la
existencia de las clases sociales en sí mismas. Este insulto a la
inteligencia se repite como un mantra, como esas mentiras destinadas a
convertirse en verdad a fuerza machacar a la población con ellas. En
esencia, el señor que gana doscientos mil euros al mes y vive en un
ático en la calle Serrano le está diciendo a otro señor que vive en
Usera, en un piso de cincuenta metros con su familia y que no ingresa
nada desde hace dos años porque está en paro, que ambos son socialmente
iguales y viven en las mismas condiciones.
Evidentemente, negar la existencia de las clases sociales (es un
concepto antiguo o carca, esgrimen los neocon) es útil para no tener que
admitir que la riqueza está mal distribuida. Porque la riqueza, se
diría que casi como la energía, no se destruye. Es decir, el dinero que
antes estaba repartido entre las clases medias y bajas, no ha
desaparecido, no se ha esfumado sin más. El dinero ha cambiado de manos.
Ahora lo tienen los que están ganando esta guerra.
En el contexto de esta guerra se incluye, sin duda, la crisis
económica que estamos viviendo. De hecho, se podría decir que la crisis
es una consecuencia de esta lucha. Una lucha que comenzó en los años
setenta y ochenta del siglo pasado y que libró sus batallas más
importantes en los años 90, cuando se liberalizó el mercado
internacional, haciendo que las grandes corporaciones pusieran su pica
en Flandes al no tener ya ninguna traba política a su poder económico.
Esta crisis que estamos viviendo es fruto de ese “todo vale” en los
mercados financieros. Es un daño colateral de la guerra social. Como
daños colaterales son el cierre de miles y miles de pequeñas empresas en
favor de grandes compañías o la política de privatizaciones que deja en
manos de unos pocos lo antes era patrimonio de todos.
No sé si finalmente, como afirma Buffet, la guerra acabará con la
inmensa mayoría de la población derrotada. Desde luego, hoy por hoy,
todo apunta a que así será. La práctica desaparición del poder político
absorbido por el de las grandes corporaciones no invita al optimismo.
Parece que vamos directos a vivir en una “Segunda Edad Media”, donde los
nuevos señores feudales (grandes corporaciones y fondos de inversión)
tendrán un poder casi imposible de combatir.
Espero, de verdad, estar profundamente equivocado.
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