Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Por IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA
El futuro más allá de la redistribución
El PSOE se encuentra en un momento delicado, con un fuerte competidor por la izquierda, lo que genera divisiones internas como las que estamos viendo estos días. Resulta tentador centrarse en los líos del partido, pero quizá sea más útil reflexionar sobre los problemas de fondo. Al fin y al cabo, mientras esos problemas de fondo no se resuelvan, las perspectivas electorales seguirán siendo poco halagüeñas.
Los partidos socialdemócratas de los países devastados por la crisis dentro de la unión monetaria han ido rebajando el alcance de sus objetivos. Hoy día, parece que el programa máximo de la socialdemocracia consiste en relajar los plazos de los ajustes y reclamar algo de inversión pública. No pide más que una limosna keynesiana.
Las circunstancias, sin duda, son muy desfavorables. Antiguamente, el plan era claro: políticas que mejoraran la productividad y la competitividad, generando crecimiento, de forma que las ganancias se pudiesen emplear para corregir las desigualdades que el mercado produce. Pero esto ya no funciona, por dos motivos.
En primer lugar, la desigualdad aumenta a un ritmo mayor que el Estado de bienestar. Las políticas sociales ya no dan abasto para corregir las desigualdades que produce el capitalismo financiero y global de nuestra época. La desigualdad comenzó a crecer en Estados Unidos y Reino Unido con los experimentos neoliberales de Reagan y Thatcher: ni Clinton ni Blair fueron capaces no ya de revertir, sino ni siquiera de frenar la tendencia. También aumentó la desigualdad con las reformas de Schroeder en Alemania. Y está aumentando de forma brutal en los países del sur de Europa durante la presente crisis.
En segundo lugar, la unión monetaria restringe considerablemente la capacidad de gasto de los Gobiernos, que han renunciado a la política monetaria y que tienen poca autonomía para determinar la política fiscal. De hecho, hay incentivos perversos que fomentan una competición a la baja, como se ha visto con las rebajas generalizadas del impuesto de sociedades en los últimos 20 años y con los beneficios fiscales que ofrecen países como Irlanda, Luxemburgo o incluso Holanda.
En estas condiciones, lo peor que puede hacer la socialdemocracia es volverse conservadora, recordando, con una mezcla de nostalgia y orgullo herido, los grandes logros del pasado: la sanidad universal, los sistemas de pensiones, las inversiones en capital humano, las transferencias sociales. Eso ya no es suficiente.
No se trata de prescindir del Estado de bienestar, que tendrá que seguir existiendo y que habrá que reformarlo para hacerlo más eficiente (más redistributivo). Pero hay que ir más allá de la redistribución clásica. Combatir la desigualdad requiere superar el “remedialismo” de la redistribución, es decir, requiere reformar las estructuras y relaciones de poder económico que producen la desigualdad en primera instancia. Si no tenemos capacidad para financiar la igualdad, reconfiguremos el sistema para que se genere menos desigualdad. Esta es la idea de “predistribución” que ha desarrollado Jacob Hacker.
La socialdemocracia debe pensar de nuevo sobre el poder, un asunto que quedó eliminado de su agenda hace tiempo. La desigualdad social es consecuencia de una desigualdad previa en la distribución del poder económico. Por eso, pueden ser necesarias intervenciones para fragmentar el poder financiero (concentrado en unos pocos bancos, sobre todo tras la desaparición de las cajas), para reequilibrar el mercado de trabajo (la dualidad es una de las principales fuentes de desigualdad), para replantearse el orden institucional de la unión monetaria o para reducir la influencia de las grandes empresas sobre la política.
Antonio Quero ha defendido un plan de salida de la crisis basado en una reforma profunda del sistema financiero nacional que separe la custodia de los depósitos (que quedaría en manos de una agencia pública) de la concesión del crédito (véase su libro La reforma progresista del sistema financiero; Catarata, 2014). Se trata de una reforma “predistributiva” profunda, que evitaría futuras burbujas y reduciría el poder de los intereses financieros. Quero es un socialdemócrata, pero sus ideas no han encontrado mucho eco en el PSOE, mientras que Podemos ya ha mostrado interés por las mismas. Esta anécdota condensa bien el problema del PSOE: o se abre a nuevas ideas, más audaces y rompedoras, o seguirá languideciendo.
El futuro más allá de la redistribución
El PSOE se encuentra en un momento delicado, con un fuerte competidor por la izquierda, lo que genera divisiones internas como las que estamos viendo estos días. Resulta tentador centrarse en los líos del partido, pero quizá sea más útil reflexionar sobre los problemas de fondo. Al fin y al cabo, mientras esos problemas de fondo no se resuelvan, las perspectivas electorales seguirán siendo poco halagüeñas.
Los partidos socialdemócratas de los países devastados por la crisis dentro de la unión monetaria han ido rebajando el alcance de sus objetivos. Hoy día, parece que el programa máximo de la socialdemocracia consiste en relajar los plazos de los ajustes y reclamar algo de inversión pública. No pide más que una limosna keynesiana.
Las circunstancias, sin duda, son muy desfavorables. Antiguamente, el plan era claro: políticas que mejoraran la productividad y la competitividad, generando crecimiento, de forma que las ganancias se pudiesen emplear para corregir las desigualdades que el mercado produce. Pero esto ya no funciona, por dos motivos.
En primer lugar, la desigualdad aumenta a un ritmo mayor que el Estado de bienestar. Las políticas sociales ya no dan abasto para corregir las desigualdades que produce el capitalismo financiero y global de nuestra época. La desigualdad comenzó a crecer en Estados Unidos y Reino Unido con los experimentos neoliberales de Reagan y Thatcher: ni Clinton ni Blair fueron capaces no ya de revertir, sino ni siquiera de frenar la tendencia. También aumentó la desigualdad con las reformas de Schroeder en Alemania. Y está aumentando de forma brutal en los países del sur de Europa durante la presente crisis.
En segundo lugar, la unión monetaria restringe considerablemente la capacidad de gasto de los Gobiernos, que han renunciado a la política monetaria y que tienen poca autonomía para determinar la política fiscal. De hecho, hay incentivos perversos que fomentan una competición a la baja, como se ha visto con las rebajas generalizadas del impuesto de sociedades en los últimos 20 años y con los beneficios fiscales que ofrecen países como Irlanda, Luxemburgo o incluso Holanda.
En estas condiciones, lo peor que puede hacer la socialdemocracia es volverse conservadora, recordando, con una mezcla de nostalgia y orgullo herido, los grandes logros del pasado: la sanidad universal, los sistemas de pensiones, las inversiones en capital humano, las transferencias sociales. Eso ya no es suficiente.
No se trata de prescindir del Estado de bienestar, que tendrá que seguir existiendo y que habrá que reformarlo para hacerlo más eficiente (más redistributivo). Pero hay que ir más allá de la redistribución clásica. Combatir la desigualdad requiere superar el “remedialismo” de la redistribución, es decir, requiere reformar las estructuras y relaciones de poder económico que producen la desigualdad en primera instancia. Si no tenemos capacidad para financiar la igualdad, reconfiguremos el sistema para que se genere menos desigualdad. Esta es la idea de “predistribución” que ha desarrollado Jacob Hacker.
La socialdemocracia debe pensar de nuevo sobre el poder, un asunto que quedó eliminado de su agenda hace tiempo. La desigualdad social es consecuencia de una desigualdad previa en la distribución del poder económico. Por eso, pueden ser necesarias intervenciones para fragmentar el poder financiero (concentrado en unos pocos bancos, sobre todo tras la desaparición de las cajas), para reequilibrar el mercado de trabajo (la dualidad es una de las principales fuentes de desigualdad), para replantearse el orden institucional de la unión monetaria o para reducir la influencia de las grandes empresas sobre la política.
Antonio Quero ha defendido un plan de salida de la crisis basado en una reforma profunda del sistema financiero nacional que separe la custodia de los depósitos (que quedaría en manos de una agencia pública) de la concesión del crédito (véase su libro La reforma progresista del sistema financiero; Catarata, 2014). Se trata de una reforma “predistributiva” profunda, que evitaría futuras burbujas y reduciría el poder de los intereses financieros. Quero es un socialdemócrata, pero sus ideas no han encontrado mucho eco en el PSOE, mientras que Podemos ya ha mostrado interés por las mismas. Esta anécdota condensa bien el problema del PSOE: o se abre a nuevas ideas, más audaces y rompedoras, o seguirá languideciendo.
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