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Contra el igualitarismo
La izquierda debe pensarlo dos veces (y más) antes de lanzarse con tanta avidez en pos de un programa igualitario y apostar por una nueva visión coral del poder
Luis Fernando Medina Sierra
6 de Enero de 2016
Después de unos cuantos años en el exilio, el igualitarismo ha vuelto con fuerza al centro de nuestro vocabulario político. En estos días los libros de economistas que más éxito obtienen entre el público no especializado son alegatos contra la desigualdad, como lo demuestran los trabajos de eminentes académicos como Thomas Piketty, Joseph Stiglitz o Anthony Atkinson. La creciente desigualdad económica ha generado movilizaciones políticas importantes en muchos países incluido Estados Unidos, un lugar donde hubiera parecido improbable hasta antes de los eventos de Occupy Wall Street o del notable desempeño electoral de figuras como Elizabeth Warren o Bernie Sanders. España no ha sido la excepción, lo cual es comprensible dado que la crisis económica ha dejado una estela de desigualdad insultante. Pareciera que este clima de opinión ofrece una excelente oportunidad para la izquierda y por eso vemos hoy que muchos partidos políticos han convertido a la desigualdad en el núcleo de su programa.
Discrepo. Considero que la izquierda debe pensarlo dos veces (y más) antes de lanzarse con tanta avidez en pos de un programa igualitario. La equidad es una meta loable y me atrevería a decir que si el tipo de ideas que pienso defender en estas páginas algún día lograra implementarse, el resultado sería una sociedad mucho más igualitaria que la que existe hoy en día. Pero de pronto la igualdad es del tipo de metas que, como decía Jon Elster sobre el amor o la autoestima, se obtienen más fácilmente cuando son el subproducto de otra búsqueda.
El problema más visible con el renovado igualitarismo es que en términos crudamente electorales no parece estar dando los resultados que sus defensores quisieran. Como ya dijimos, la crisis económica aumentó significativamente la desigualdad en España y sin embargo el electorado español no ha dado un brusco viraje a la izquierda. Es aún prematuro decir cualquier cosa sobre las elecciones en Estados Unidos, pero nada sugiere que dentro del Partido Demócrata se vaya a romper la actual dominancia de las posiciones más moderadas. Es imposible saber si la ola de opinión que llevó a Jeremy Corbyn al liderazgo del Partido Laborista en Inglaterra va a culminar en su arribo a Downing Street. Pero no creo que Corbyn sea un igualitarista en el sentido en que he propuesto y explicaré en más detalle: no parece que el ideario de Corbyn le dé prioridad a la equidad por encima de todo. Su triunfo o su fracaso tal vez nos diga muy poco sobre el igualitarismo como fuerza electoral. En Portugal y Grecia, países donde el electorado ha virado a la izquierda, el motor del viraje no parece haber sido un renovado ímpetu igualitarista sino más bien la búsqueda de alternativas a la brutal austeridad impuesta por el sistema del euro. En otros países, comenzando por Francia y Alemania, los partidos de centro-izquierda siguen sumidos en el marasmo. En fin, han pasado ya siete años desde el comienzo de la peor crisis económica de los últimos setenta años y todo apunta a que el statu quo ante va a terminar siendo restaurado con algunos cuantos cambios, muy pocos como para ser considerados un triunfo clamoroso de la izquierda.
Una cosa es que la ciudadanía perciba el notable aumento de la desigualdad y que incluso lo considere algo lamentable, pero otra muy distinta es que lo vea como algo sobre lo cual se pueda o se deba hacer algo. Los aumentos de impuestos, que serían el primer ingrediente de un recetario igualitarista, son siempre impopulares. Los ciudadanos quieren sanidad y educación pública de calidad, pero al mismo tiempo quieren tener acceso a proveedores privados que les permitan, llegado el caso, conseguir mejores profesores y médicos para su familia.
Es fácil culpar de esto a la falta de consciencia de los ciudadanos. Pero ningún proyecto político va a llegar muy lejos si comienza por culpar a los votantes de sus propios fracasos. Creo que más que inconsistencia o desidia, lo que los votantes muestran con esas actitudes es una de las dificultades más profundas del actual igualitarismo: su falta de claridad, de inteligibilidad.
Tal vez nadie en el último medio siglo hizo tanto por articular filosóficamente las bases del igualitarismo como John Rawls, uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo. Su influencia se ha extendido tanto que no creo equivocarme si digo que todo igualitarista hoy en día es rawlsiano, así no lo sepa. Por eso puede ser un ejercicio muy útil repasar sus ideas. En lo que sigue sostendré que, contrario a lo que parecería a simple vista, el trabajo de Rawls no puede ser visto como un aval inequívoco del igualitarismo político tan en boga entre la izquierda de nuestro tiempo.
A diferencia de lo que ocurre con muchos socialdemócratas, uno de los méritos de Rawls es que para él el igualitarismo no es autoevidente; hay que justificarlo. Para Rawls una “sociedad bien ordenada” se rige por principios públicos de justicia, es decir, es una sociedad en la que todos los individuos perciben con claridad que las instituciones fundamentales, lo que Rawls llamaba la “estructura básica”, funcionan de tal manera que los tienen en cuenta a ellos como personas, que dichas instituciones están realmente al servicio de sus intereses legítimos y de sus proyectos de vida.
Entonces, la desigualdad no es en sí misma un problema. De hecho, Rawls considera que cierto grado de desigualdad es justificable si cumple lo que él denomina el “principio de la diferencia”, es decir, si las desigualdades existentes van en beneficio de las personas en peor posición en la sociedad. Es decir, para Rawls el problema con la desigualdad es que en una sociedad muy desigual hay evidencia circunstancial, no necesariamente concluyente, de que posiblemente podríamos estar haciendo más por las personas más pobres y más débiles. El igualitarismo de Rawls no tiene sentido si se le divorcia de su noción de una concepción pública de la justicia.
El problema es que el principio de la diferencia exige un análisis contrafactual. Solo podemos concluir que las desigualdades existentes son injustas si sabemos que en caso de reducirse (o incluso eliminarse), el resultado final beneficiaría incluso a los más pobres. Aquí es donde, creo yo, está fallando el igualitarismo en boga. La ciudadanía no tiene por qué adoptar el credo de la equidad si percibe (con razón o sin ella) que las desigualdades existentes están justificadas y que, en caso de reducirlas, los resultados serían peores.
Gústenos o no, el capitalismo globalizado y financializado de los últimos años ha venido acompañado por mejoras en el nivel de vida de la mayoría de los ciudadanos en las democracias prósperas. Han sido años de muchísima innovación tecnológica, de mejoras en los bienes y servicios disponibles para los consumidores e incluso (pensando ya globalmente) de erradicación de la pobreza en algunos segmentos de la población de Asia, especialmente en India y China. Yo creo, y seguramente muchos igualitaristas estarán de acuerdo, que estos progresos se han obtenido a un costo humano y ambiental muy alto, confiriéndole excesivo poder al capital financiero y a los mercados globales. Pero, honestamente, no lo puedo demostrar. No puedo decirle inequívocamente a un votante de derecha que una plataforma igualitarista le hubiera garantizado las mismas mejoras que ha experimentado en su vida en los últimos años.
Por eso, si bien la crítica y denuncia de las desigualdades puede ser una parte importante del discurso político de la izquierda, por sí sola no cumple con el criterio rawlsiano de contribuir a una concepción pública de la justicia, a una alternativa política genuinamente interesada en hacer que las instituciones fundamentales de la sociedad trabajen en beneficio de todos los ciudadanos. En forma un tanto paradójica, para cumplir esa condición sería necesario ir más allá de Rawls. Cuando termine mi exposición alguien podrá decir que estoy poniendo las ideas de Rawls al servicio de una agenda política distinta de la que él mismo hubiera defendido. Puede ser. Pero me tiene sin cuidado.
La idea de la igualdad forma parte tan integral de la esencia de la izquierda que puede parecer absurdo proponer, como estoy haciéndolo, que la izquierda abandone el igualitarismo o por lo menos lo subordine a algo distinto. Pero si miramos la historia de la izquierda veremos que lo que hoy conocemos como igualitarismo es una construcción de cuño reciente que poco tiene que ver con las tradiciones que dice continuar.
El igualitarismo actual es un igualitarismo dirigido hacia la igualdad de ingreso disponible (de pronto ajustando la medición de acuerdo con el acceso a algunos servicios del Estado que no se transen en el mercado). En su fase ascendente que culminó en los trente glorieuses después de la Segunda Guerra Mundial (1945-1975), la izquierda no luchó por la igualdad de ingreso sino por la igualdad de poder en el proceso mismo de producción de riqueza. La igualdad de ingreso era un resultado incidental. Los movimientos socialistas anteriores a la Primera Guerra Mundial aspiraban a transferir al control obrero los medios de producción. Había discrepancias sobre la forma de lograrlo, si mediante cooperativas o mediante la gestión estatal, pero no había duda de que el objetivo era transformar la estructura productiva de la sociedad, quitándole a los dueños del capital el poder que sobre ella ejercían.
Por razones históricas muy complejas, esta estrategia no prosperó y los movimientos socialdemócratas, como lo mostró Peter Swenson en su estudio de la socialdemocracia sueca Capitalists against markets, optaron por una estrategia de negociación con los empresarios, negociación de la cual surgieron las reformas al mercado laboral y la construcción del Estado del bienestar que conocemos hoy en día. Pero estas negociaciones, aunque aceptaban el principio de la propiedad privada, buscaban el equilibrio de poder en la toma de decisiones, no simplemente una igualdad de ingresos vagamente definida.
A diferencia de la socialdemocracia de aquel entonces, con su énfasis en el ingreso, el igualitarismo de nuevo cuño acepta las estructuras de poder que existen tanto en el sector privado como en el Estado y busca la manera de introducir algunos cambios residuales, vía impuestos y gasto, que atenúen un poco las desigualdades de ingreso que dichas estructuras generan. En principio, parecería que es una buena estrategia ya que, aparentemente, estos cambios residuales pueden ser tan grandes como se desee. Con suficientes impuestos y gastos se puede obtener cualquier nivel de igualdad que queramos. Pero en la práctica no es así. Sin músculo político, sin transformar las estructuras profundas, simplemente proponer más impuestos y más gastos es inútil.
El trasfondo histórico de este problema es el declive del movimiento sindical. El igualitarismo que he criticado en este ensayo puede ser entendido como un intento de la izquierda por salvar los muebles y seguir defendiendo algunas de sus metas tras haber perdido la fuente de poder que había construido en las luchas obreras del siglo XX. Puede ser. Pero entonces la izquierda debe aceptar que esto es una derrota y buscar la forma de revertirla en lugar de engañarse a sí misma creyendo que todo puede seguir igual a pesar de haberse quedado sin su pieza fundamental.
La evidencia muestra, por ejemplo en un estudio comparativo de Jonas Pontusson donde analizaba varios países de la OCDE, que el declive del sindicalismo ha venido acompañado de aumentos en la desigualdad. Es fácil entender por qué: históricamente el sindicalismo había sido el vehículo para asegurar mayores salarios y los salarios son la herramienta más potente de redistribución. Ese fue, a mi juicio, el gran error, o la gran limitación si se quiere, de la Tercera Vía que el binomio Clinton-Blair puso en boga a finales del siglo pasado: la verdadera fuente de la igualdad del ingreso es la igualdad del poder entre los distintos actores sociales. Si se pierde esta última, la política fiscal y social no son suficientes y, peor aún, se pierde incluso la voluntad política para redistribuir como lo demuestra la atonía electoral de la izquierda en los últimos años.
Ha habido ya tantos cambios en la economía que es difícil ver cómo se podría revertir el declive del sindicalismo. Pero al mismo tiempo, muchos de esos cambios han hecho que la “estructura básica de la sociedad”, para volver a la expresión de Rawls, sea cada vez más inequitativa y menos transparente, es decir, cada vez más alejada de una “concepción pública” de la justicia. Es hacia dicha estructura, y no hacia el epifenómeno de las políticas sociales más o menos redistributivas, hacia donde debe dirigir sus miras la izquierda.
A mi juicio, todo intento de reformular la estrategia de la izquierda debe habérselas con dos fenómenos fundamentales: la globalización y la financialización. Los dos se alimentan mutuamente. Ha sido el despliegue de los mercados financieros el que ha permitido que el capital se pueda desplazar sin fronteras. Recíprocamente, ha sido la apertura de los mercados globales la que ha posibilitado generar excedentes de ahorro en algunas regiones del mundo, listos para ser canalizados hacia otras regiones por el sector financiero. Ambos fenómenos, todo parece indicar, llegaron para quedarse. Su combinación ha permitido tal nivel de crecimiento económico y de cambio tecnológico que es difícil imaginar un clamoroso mandato político contra ellos. Pero esto no quiere decir que no haya nada qué hacer. Al contrario, creo que es posible valerse de ambos para avanzar propuestas de izquierda.
Por razones de espacio, no hablaré aquí de la larguísima agenda de reformas de alcance transnacional que se ha venido planteando en los últimos años, reformas tales como la creación de mecanismos igualitarios de reestructuración de deuda soberana, tema sobre el que Joseph Stiglitz ha insistido con mucha razón. Aunque esos temas son muy importantes, existe el riesgo de dedicarles tanta atención que se termine por descuidar la agenda doméstica.
Desde el punto de vista de cuáles son sus implicaciones para una “concepción pública de la justicia”, la globalización y la financialización han concentrado el poder de decisión en actores exentos de toda responsabilidad política democrática. Juntas permiten tal movilidad del capital, tal destrucción y creación de empresas en cualquier parte del mundo, que grandes trozos del aparato productivo de las sociedades quedan por encima de cualquier control ciudadano. Esto ya nos da una pista sobre cuál debe ser la tarea de la izquierda: desarrollar una agenda para vigorizar dicho control ciudadano.
Control ciudadano no necesariamente es control estatal. En una sociedad democrática moderna el Estado tiene funciones muy importantes. Pero no se pueden desconocer los posibles problemas de gobernanza en el sector público tales como la corrupción o la ineficiencia. Además, si parte del objetivo es construir instituciones que estén transparentemente comprometidas con la justicia y el trato igualitario a los ciudadanos, dicha transparencia no se garantiza simplemente votando cada cuatro o cinco años por quien va nombrar a los ministros que a su vez van a escoger a los funcionarios que van a administrar la producción de bienes y servicios fundamentales para la ciudadanía. De hecho, ese es uno de los efectos colaterales más nocivos del igualitarismo de nuestro tiempo: al presentar el problema de la igualdad como un asunto tecnocrático que pueden resolver unos cuantos políticos ilustrados mediante la adecuada combinación de impuestos y gastos en busca del coeficiente Gini ideal, propaga una visión de lo público que desmoviliza a los ciudadanos, reduciéndolos a poco más que al papel de clientes, consumidores de paquetes de políticas. Así se erosiona gradualmente el potencial de iniciativa colectiva que supuestamente debe estar presente en toda democracia.
Hace bien la izquierda en defender la educación y la sanidad públicas. Son logros históricos que gozan de legitimidad y que son consistentes con principios transparentes de justicia. Pero es hora de ir más allá. De hecho, sin iniciativas que equilibren los poderes en la esfera productiva, la educación pública va a seguir sometida siempre a presiones privatizadoras ya que seguirá siendo vista como una simple correa de transmisión que recoge niños de las familias y entrega empleados a las empresas.
Renta básica
Por tanto, y con la brevedad que mandan los límites de espacio, aludiré aquí a algunas ideas que merecen más atención por parte de la izquierda. La primera es la renta básica universal. Lamentablemente, esta propuesta se suele ver como una herramienta contra la pobreza cuando en realidad es algo más. La renta básica sirve, o debe servir, para que los ciudadanos, de forma individual y colectiva, acometan proyectos útiles para ellos y su entorno sin estar sometidos exclusivamente al control del mercado y del Estado. En la misma órbita de la renta básica se encuentran otras ideas que, más que alternativas, pueden ser complementos, distintos métodos para llegar al mismo fin. Tal es el caso del ingreso de participación, que es un sistema de renta básica que requiere que el beneficiario muestre estar desarrollando alguna actividad de interés social, o los programas de empleo garantizado. Hay diferencias y matices entre las tres propuestas pero todas tienen algo en común: colocan parte de los recursos de la sociedad bajo control de mecanismos distintos a los del mercado, bien sea el Estado (empleo garantizado), el tercer sector (ingreso de participación) o las distintas iniciativas colectivas e individuales que puedan surgir de la sociedad civil (renta básica).
Otro frente de acción que también sirve como complemento del anterior es el del sector financiero. En años recientes se ha ido abriendo paso la idea de potenciar la banca pública e incluso, en versiones más innovadoras, crear un “banco ciudadano de depósitos” responsable de custodiar el ahorro privado. Se trata de una idea que respeta los mecanismos de mercado a la hora de asignar los recursos de inversión (los bancos privados seguirían a cargo de esa labor), pero que añade también la posibilidad de que el Estado o la sociedad civil, especialmente a través de cooperativas y gobiernos locales, financien proyectos de beneficio social.
Ya puestos a hablar sobre sociedad civil y gobiernos locales, merecen una mención las ideas sobre presupuestos participativos que también empiezan a figurar en las plataformas de izquierda. Como todo experimento de este tipo, sus primeros pasos son muy vacilantes y sus resultados dejan mucho que desear. Es fácil entender por qué: en nuestra vida pública está ya tan acendrada la dicotomía entre Estado y mercado que cualquier otra forma de asociación resulta virtualmente desconocida para los ciudadanos. Por eso, cuando se proponen este tipo de ideas, muy poca gente sabe cómo echarlas a andar.
Las ideas que he mencionado tienen varios aspectos en común: todas apuntan a transferir más aspectos de la estructura productiva al control ciudadano, a veces público, a veces cooperativo, pero siempre democrático y transparente; todas reconocen la importancia de los mercados y el Estado en las sociedades complejas de nuestro tiempo, pero crean espacios alternativos; todas tienen el potencial de reducir las enormes asimetrías de poder existentes y, por tanto, las asimetrías de ingreso y bienestar. Pero también comparten otro rasgo más: todas son, de momento, propuestas minoritarias que no cuentan con mayor visibilidad ni mucho menos viabilidad política a corto plazo.
Pero buena parte del problema de la izquierda en los últimos años ha sido su empeño en aferrarse a lo que es viable electoralmente: de victoria en victoria hasta la derrota final. Se trata de una estrategia que confirma el viejo chiste según el cual el poder es como el violín: se toma con la izquierda y se ejecuta con la derecha. En lugar de seguir tocando el violín, es hora de que la izquierda le apueste a una nueva visión coral del poder, en la que múltiples voces coinciden, a veces con cacofonía, a veces en armonía, pero siempre con potencia.
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