Carlos Cano Granada, 28 de enero de 1946 -
19 de diciembre de 2000.
Luis García Montero, granadino, escritor y amigo.
Fuerte y herida...
Carlos Cano tenía una voz fuerte y herida, una palabra hecha para
competir con el viento y para quebrarse entre las sombras de la
intimidad.
Sus canciones flotaban en el escenario como himnos elegíacos,
eran el paso firme de la fragilidad, los versos y las melodías de un
luchador sentimental.
Lo recuerdo en los años de Manifiesto Canción del Sur,
cuando su guitarra indagaba los tonos de una nueva copla andaluza, una
canción popular comprometida con las carencias sociales y políticas de
su tierra. A duras penas se tituló su disco de 1976, cuando
España se partía más que nunca entre un pasado mediocre y una ilusión
limpia y vertiginosa de futuro. Carlos Cano salía al escenario del
teatro Isabel la Católica, de Granada, muy joven y muy solemne, muy
consciente de sí mismo, dispuesto a dar la primera nota en la frente.
Sé
a lo que vengo, repetía, mientras levantaba sus murgas contra los
caciques, el desamparo y la emigración, con una fuerza justa de blancos y
de verdes, de andalucismo y de realidades vividas.
Nuestros hijos están
acostumbrados a ver en las mañanas de domingo los tenderetes que los
emigrantes ilegales de América y África ponen en el paseo del Salón o en
la carrera de la Virgen para tentar el bolsillo difícil de las familias
granadinas.
Casi nadie recuerda aquí los trenes en blanco y negro, la
estación arañada todavía por el gris sórdido de la posguerra, la soledad
de los andaluces que cargaban enormes maletas en dirección al Norte, a
Alemania o a Francia, a Barcelona o a Bilbao. Carlos
Cano vio todo esto,
asistió al espectáculo de la miseria y le puso voz al drama de
Andalucía, atendiendo no sólo al color de las banderas, sino también al
desamparo del trabajador desarraigado, expulsado de su casa por la
pobreza, que con letra torpe escribe una carta de amor, un amor mío lejano y triste que necesita ofrecer por la presente detalles de un viaje, de una nostalgia, de una campiña ajena, de un cielo oscuro.
La reivindicación de la dignidad andaluza no era entonces una cuenta
pendiente de los andalucistas, sino de toda una izquierda, nacionalista o
no, que intentaba solucionar los desafueros de un país sin equilibrios,
maquillado con folclores baratos y con abusos impunes. Resulta curioso
observar que hoy protestan los que menos sufrieron, aquellos que
recibían emigrantes para alimentar la buena salud de sus industrias.
La voz herida y firme de Carlos Cano se convirtió en un referente para
todo el movimiento antifranquista de Granada, para la izquierda que
intentaba defender una existencia más justa. Carlos Cano representó una
lucha en la que estábamos implicados mucha gente, incluso los que no nos
sentimos andalucistas. Y esto no significa rebajar el andalucismo de
Carlos Cano, porque era un sentimiento inseparable de su piel, de su
acento trabajado por el Sur y de sus rizos negros de perpetuo
adolescente asombrado por las emociones.
Sólo quiero decir que la dignidad de Andalucía fue, por suerte y
sabiduría colectiva, una cuestión no reducida al programa de los
nacionalistas andaluces. En las canciones de Carlos vibraban ocho
provincias cansadas de hacer las maletas y de aguantar señoritos.
Después de la copla comprometida, Carlos Cano demostró su personalidad
en trabajos de muy variado tono. A mí me gusta especialmente Quédate con la copla, porque significa el tratamiento de la música popular sin ningún tipo de concesión al populismo.
Carlos conseguía que sonaran a verdad las viejas canciones Ay, Maricruz o Falsa monea, a fuerza de la voz propia, de la firmeza y de la fragilidad de su propia pasión.
El luchador sentimental podía comprender el impulso rebelde del
melodrama. Eran las confesiones arrebatadas de una timidez profunda.
Carlos Cano era tímido, tenía que defenderse del mundo y estaba siempre
en guardia.
Pero se movía con ternura en el metro cuadrado de la intimidad y
buscaba complicidades
para montar entre dos una defensa ante el mundo o
ante las ciudades difíciles.
Después de su primera operación, cada vez que nos encontrábamos, le
gustaba hablarme de la felicidad, de la vida cotidiana, de los placeres
sin trascendencia.
Siento mucho la muerte de este amante desesperado de
la vida, y siento que antes de morir pudiera contarme en una charla de
avión, por encima de las nubes, que los placeres cotidianos son tan
peligrosos como las utopías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario