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jueves, 28 de enero de 2016

Carlos Cano... 70 años

 Carlos Cano Granada, 28 de enero de 1946 - 
 19 de diciembre de 2000.

Luis García Montero, granadino, escritor y amigo.

Fuerte y herida...
 Carlos Cano tenía una voz fuerte y herida, una palabra hecha para competir con el viento y para quebrarse entre las sombras de la intimidad. 
Sus canciones flotaban en el escenario como himnos elegíacos, eran el paso firme de la fragilidad, los versos y las melodías de un luchador sentimental.
  Lo recuerdo en los años de Manifiesto Canción del Sur, cuando su guitarra indagaba los tonos de una nueva copla andaluza, una canción popular comprometida con las carencias sociales y políticas de su tierra. A duras penas se tituló su disco de 1976, cuando España se partía más que nunca entre un pasado mediocre y una ilusión limpia y vertiginosa de futuro. Carlos Cano salía al escenario del teatro Isabel la Católica, de Granada, muy joven y muy solemne, muy consciente de sí mismo, dispuesto a dar la primera nota en la frente.
  Sé a lo que vengo, repetía, mientras levantaba sus murgas contra los caciques, el desamparo y la emigración, con una fuerza justa de blancos y de verdes, de andalucismo y de realidades vividas.
Nuestros hijos están acostumbrados a ver en las mañanas de domingo los tenderetes que los emigrantes ilegales de América y África ponen en el paseo del Salón o en la carrera de la Virgen para tentar el bolsillo difícil de las familias granadinas. 
Casi nadie recuerda aquí los trenes en blanco y negro, la estación arañada todavía por el gris sórdido de la posguerra, la soledad de los andaluces que cargaban enormes maletas en dirección al Norte, a Alemania o a Francia, a Barcelona o a Bilbao. Carlos 
Cano vio todo esto, asistió al espectáculo de la miseria y le puso voz al drama de Andalucía, atendiendo no sólo al color de las banderas, sino también al desamparo del trabajador desarraigado, expulsado de su casa por la pobreza, que con letra torpe escribe una carta de amor, un amor mío lejano y triste que necesita ofrecer por la presente detalles de un viaje, de una nostalgia, de una campiña ajena, de un cielo oscuro.
 La reivindicación de la dignidad andaluza no era entonces una cuenta pendiente de los andalucistas, sino de toda una izquierda, nacionalista o no, que intentaba solucionar los desafueros de un país sin equilibrios, maquillado con folclores baratos y con abusos impunes. Resulta curioso observar que hoy protestan los que menos sufrieron, aquellos que recibían emigrantes para alimentar la buena salud de sus industrias.  
La voz herida y firme de Carlos Cano se convirtió en un referente para todo el movimiento antifranquista de Granada, para la izquierda que intentaba defender una existencia más justa. Carlos Cano representó una lucha en la que estábamos implicados mucha gente, incluso los que no nos sentimos andalucistas. Y esto no significa rebajar el andalucismo de Carlos Cano, porque era un sentimiento inseparable de su piel, de su acento trabajado por el Sur y de sus rizos negros de perpetuo adolescente asombrado por las emociones.
Sólo quiero decir que la dignidad de Andalucía fue, por suerte y sabiduría colectiva, una cuestión no reducida al programa de los nacionalistas andaluces. En las canciones de Carlos vibraban ocho provincias cansadas de hacer las maletas y de aguantar señoritos.
 Después de la copla comprometida, Carlos Cano demostró su personalidad en trabajos de muy variado tono. A mí me gusta especialmente Quédate con la copla, porque significa el tratamiento de la música popular sin ningún tipo de concesión al populismo. 
Carlos conseguía que sonaran a verdad las viejas canciones Ay, Maricruz o Falsa monea, a fuerza de la voz propia, de la firmeza y de la fragilidad de su propia pasión. 
 El luchador sentimental podía comprender el impulso rebelde del melodrama. Eran las confesiones arrebatadas de una timidez profunda. Carlos Cano era tímido, tenía que defenderse del mundo y estaba siempre en guardia.
Pero se movía con ternura en el metro cuadrado de la intimidad y buscaba complicidades 
para montar entre dos una defensa ante el mundo o ante las ciudades difíciles. 
Después de su primera operación, cada vez que nos encontrábamos, le gustaba hablarme de la felicidad, de la vida cotidiana, de los placeres sin trascendencia.
Siento mucho la muerte de este amante desesperado de la vida, y siento que antes de morir pudiera contarme en una charla de avión, por encima de las nubes, que los placeres cotidianos son tan peligrosos como las utopías.

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