ANTONIO QUERO (*)
Hollande, tras el discurso de año nuevo, en Tulle el 16 de enero.
El grito del pueblo indignado frente a
la debacle neoliberal que pagan las clases medias y populares ha sido
"¡sí se puede!". Su fuerza galvanizadora es irresistible e invita a
soñar con un mundo mejor, pero no disipa del todo cierta resignación
lúcida sobre cuán remotas serían las posibilidades de aplicar una
política socioeconómica distinta de la preconizada por el Ibex, los
mercados, Bruselas o la globalización.
Sí se puede destapar la corrupción y
perseguir a los delincuentes financieros, llegando a sentar en el
banquillo a miembros de la familia real o a personalidades destacadas
del poder. Intentan replicar con leyes mordaza y controlando la
radiotelevisión pública, pero es indiscutible que el Estado de derecho y
la democracia son palancas que todavía se puede accionar a través de la
movilización ciudadana para detener el saqueo de lo público.
Parece que no se puede, sin embargo,
revertir las desigualdades, someter los mercados al interés general o
disponer de un margen de maniobra fiscal y monetario propio, ya se trate
de gobiernos socialdemócratas, como los de Hollande o Renzi, o de
izquierda, como el de Tsipras o Dilma Roussef. Tampoco parece que la
suerte de millones de personas condenadas a la precariedad o a la
pobreza pueda verse favorecida de manera significativa por alcaldías
"15Mistas" o presidencias socialistas de comunidades autónomas.
¿Por qué es posible la justicia civil y penal pero no hay esperanza para la justicia social?
Una respuesta exhaustiva y rigurosa
excede con creces el espacio de este artículo y la capacidad de su
autor. Se puede, no obstante, apuntar un elemento de reflexión que ayude
a vislumbrar el camino hacia una mayor adecuación entre las
aspiraciones de la ciudadanía y las políticas socioeconómicas, sin
capitular por anticipado ante la afirmación de que las fuerzas de la
globalización y de una zona euro sometida a la disciplina presupuestaria
ciega no permiten políticas de izquierda o socialdemócratas.
En su último ensayo, "Desigualdad ¿Qué podemos hacer?"[1],
Anthony Atkinson, uno de los pioneros de los estudios económicos sobre
las desigualdades y que ha abierto la vía a la generación de Piketty,
presenta detalladamente hasta quince propuestas para combatir la
desigualdad y, a la vez, responde a las objeciones más comunes: ¿cómo se
pagan? ¿Provocarán una disminución de la riqueza a repartir? ¿Son
viables en la época de la globalización?
Nos interesa resaltar aquí su énfasis en
la viabilidad de las medidas fiscales y de redistribución que defiende,
como una renta básica infantil, la asignación de un capital ("herencia
mínima") a cada adulto o la progresividad del impuesto sobre la renta
hasta un tipo marginal superior del 65%, en el marco de la globalización
y dentro de la Unión Europea. Atkinson enumera las competencias
normativas y los factores contextuales de los que depende la puesta en
práctica de sus propuestas, poniendo de relieve que en su gran mayoría
están en manos, directa o indirectamente, de los gobiernos nacionales.
No niega las realidades externas pero las relativiza con datos. En el
caso de las obligaciones impuestas por la Unión Europea apunta dos
hechos. El primero, que las medidas en su conjunto tienden a ser
presupuestariamente neutras y, por lo tanto, no infringen la disciplina
europea. El segundo, más político, es que la política económica
preconizada por la UE es el fruto de un acuerdo político entre sus
miembros y que, como todo acuerdo, se puede reformar.
Un ejemplo práctico revelador es la tasa
del 75% sobre los ingresos superiores a un millón de euros que prometió
François Hollande en su campaña electoral en 2012. Nada más alcanzar el
poder, y a pesar de las protestas vigorosas de los poderes económicos y
las amenazas de deslocalización, Hollande ordenó que entrara en vigor a
partir del presupuesto 2013. No contaba con el veto del Consejo
Constitucional francés que la declaró inconstitucional, por
confiscatoria, en diciembre de 2012. Hollande optó entonces por
encontrar un subterfugio temporal, haciéndola recaer sobre los
empleadores en 2014 y 2015, en vez de adaptar la constitución (conviene
recordar que el tipo máximo del IRPF llegó a estar en el 90% en Estados
Unidos a mediados del siglo XX, lo cual demuestra que el grado de
progresividad fiscal es un parámetro del contrato social y que su
carácter confiscatorio o no es una convención, no un derecho universal
protegido por las constituciones). Al día de hoy, la tasa ha sido
derogada.
Este episodio ilustra a la perfección
los verdaderos desafíos de la izquierda a la hora de cambiar realmente
las cosas. Su principal obstáculo no es el neoliberalismo y su
penetración en los poderes económicos internacionales, ya que ni las
reglas de la UE ni la amenaza de la movilidad del capital impidieron al
gobierno francés adoptar dicha tasa. Su enemigo está en ella misma: la
tasa fue víctima de la insuficiente planificación jurídica, política y
económica de sus promotores, fruto de una política contemporánea
dominada por el marketing electoral, donde la pobre deliberación
democrática conlleva un nivel de exigencia argumentativa vergonzosamente
bajo.
En un mundo de una complejidad nada
desdeñable y donde los beneficiarios de los privilegios actuales se
resistirán con fuerza a cualquier cambio, definir y llevar a la práctica
una verdadera agenda de progreso de la justicia social requiere, en
primer lugar, un esfuerzo de reflexión moral que construya un
referencial filosófico sólido en el que fundar un nuevo orden social; en
segundo lugar, un análisis económico riguroso que permita identificar,
diseñar y secuenciar las medidas concretas necesarias; y, tercero, una
estrategia política que sepa aprovechar la oportunidad del descontento
de la ciudadanía con el modelo económico actual y transformarla
eficazmente en una palanca de cambio duradero. Para cumplir esta última
condición es indispensable una infraestructura de deliberación y
participación democráticas que, por un lado, exija a los promotores de
las reformas el esfuerzo que acabamos de esbozar y, por otro lado,
permita una toma de conocimiento objetiva por parte de la ciudadanía de
las ventajas e inconvenientes de cada opción, en vez de verse sometida a
un fuego cruzado de declaraciones simplistas y de argumentos espurios.
La movilización política de la
ciudadanía de base debe orientarse a exigir a sus representantes
políticos, o a los aspirantes a serlo, el cumplimiento de estos
requisitos de calidad democrática. Estamos en la frontera difusa entre
el derrumbe de un orden anterior y la emergencia de uno nuevo. La
posibilidad de que el cambio de modelo tome la dirección del progreso
social defendido por la izquierda es real y estimulante. Para ello hace
falta que el grito de "¡sí se puede!" se acompañe con la misma energía
de la pregunta "¿cómo?".
[1] Inequality. What can be done? Anthony Atkinson, Harvard University Press, 2015. El lector encontrará una reseña en castellano de Diego Castañeda aquí.
(*)Antonio Quero es coordinador de Factoría Democrática y autor de "La reforma progresista del sistema financiero".
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