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jueves, 3 de marzo de 2016

¿Cuánto puede la izquierda?...


Por: | 02 de marzo de 2016

ANTONIO QUERO (*)

HOLLANDE
Hollande, tras el discurso de año nuevo, en Tulle el 16 de enero.

El grito del pueblo indignado frente a la debacle neoliberal que pagan las clases medias y populares ha sido "¡sí se puede!". Su fuerza galvanizadora es irresistible e invita a soñar con un mundo mejor, pero no disipa del todo cierta resignación lúcida sobre cuán remotas serían las posibilidades de aplicar una política socioeconómica distinta de la preconizada por el Ibex, los mercados, Bruselas o la globalización.
Sí se puede destapar la corrupción y perseguir a los delincuentes financieros, llegando a sentar en el banquillo a miembros de la familia real o a personalidades destacadas del poder. Intentan replicar con leyes mordaza y controlando la radiotelevisión pública, pero es indiscutible que el Estado de derecho y la democracia son palancas que todavía se puede accionar a través de la movilización ciudadana para detener el saqueo de lo público.
Parece que no se puede, sin embargo, revertir las desigualdades, someter los mercados al interés general o disponer de un margen de maniobra fiscal y monetario propio, ya se trate de gobiernos socialdemócratas, como los de Hollande o Renzi, o de izquierda, como el de Tsipras o Dilma Roussef. Tampoco parece que la suerte de millones de personas condenadas a la precariedad o a la pobreza pueda verse favorecida de manera significativa por alcaldías "15Mistas" o presidencias socialistas de comunidades autónomas.
¿Por qué es posible la justicia civil y penal pero no hay esperanza para la justicia social?
Una respuesta exhaustiva y rigurosa excede con creces el espacio de este artículo y la capacidad de su autor. Se puede, no obstante, apuntar un elemento de reflexión que ayude a vislumbrar el camino hacia una mayor adecuación entre las aspiraciones de la ciudadanía y las políticas socioeconómicas, sin capitular por anticipado ante la afirmación de que las fuerzas de la globalización y de una zona euro sometida a la disciplina presupuestaria ciega no permiten políticas de izquierda o socialdemócratas.
En su último ensayo, "Desigualdad ¿Qué podemos hacer?"[1], Anthony Atkinson, uno de los pioneros de los estudios económicos sobre las desigualdades y que ha abierto la vía a la generación de Piketty, presenta detalladamente hasta quince propuestas para combatir la desigualdad y, a la vez, responde a las objeciones más comunes: ¿cómo se pagan? ¿Provocarán una disminución de la riqueza a repartir? ¿Son viables en la época de la globalización?
Nos interesa resaltar aquí su énfasis en la viabilidad de las medidas fiscales y de redistribución que defiende, como una renta básica infantil, la asignación de un capital ("herencia mínima") a cada adulto o la progresividad del impuesto sobre la renta hasta un tipo marginal superior del 65%, en el marco de la globalización y dentro de la Unión Europea. Atkinson enumera las competencias normativas y los factores contextuales de los que depende la puesta en práctica de sus propuestas, poniendo de relieve que en su gran mayoría están en manos, directa o indirectamente, de los gobiernos nacionales. No niega las realidades externas pero las relativiza con datos. En el caso de las obligaciones impuestas por la Unión Europea apunta dos hechos. El primero, que las medidas en su conjunto tienden a ser presupuestariamente neutras y, por lo tanto, no infringen la disciplina europea. El segundo, más político, es que la política económica preconizada por la UE es el fruto de un acuerdo político entre sus miembros y que, como todo acuerdo, se puede reformar.
Un ejemplo práctico revelador es la tasa del 75% sobre los ingresos superiores a un millón de euros que prometió François Hollande en su campaña electoral en 2012. Nada más alcanzar el poder, y a pesar de las protestas vigorosas de los poderes económicos y las amenazas de deslocalización, Hollande ordenó que entrara en vigor a partir del presupuesto 2013. No contaba con el veto del Consejo Constitucional francés que la declaró inconstitucional, por confiscatoria, en diciembre de 2012. Hollande optó entonces por encontrar un subterfugio temporal, haciéndola recaer sobre los empleadores en 2014 y 2015, en vez de adaptar la constitución (conviene recordar que el tipo máximo del IRPF llegó a estar en el 90% en Estados Unidos a mediados del siglo XX, lo cual demuestra que el grado de progresividad fiscal es un parámetro del contrato social y que su carácter confiscatorio o no es una convención, no un derecho universal protegido por las constituciones). Al día de hoy, la tasa ha sido derogada.
Este episodio ilustra a la perfección los verdaderos desafíos de la izquierda a la hora de cambiar realmente las cosas. Su principal obstáculo no es el neoliberalismo y su penetración en los poderes económicos internacionales, ya que ni las reglas de la UE ni la amenaza de la movilidad del capital impidieron al gobierno francés adoptar dicha tasa. Su enemigo está en ella misma: la tasa fue víctima de la insuficiente planificación jurídica, política y económica de sus promotores, fruto de una política contemporánea dominada por el marketing electoral, donde la pobre deliberación democrática conlleva un nivel de exigencia argumentativa vergonzosamente bajo.
En un mundo de una complejidad nada desdeñable y donde los beneficiarios de los privilegios actuales se resistirán con fuerza a cualquier cambio, definir y llevar a la práctica una verdadera agenda de progreso de la justicia social requiere, en primer lugar, un esfuerzo de reflexión moral que construya un referencial filosófico sólido en el que fundar un nuevo orden social; en segundo lugar, un análisis económico riguroso que permita identificar, diseñar y secuenciar las medidas concretas necesarias; y, tercero, una estrategia política que sepa aprovechar la oportunidad del descontento de la ciudadanía con el modelo económico actual y transformarla eficazmente en una palanca de cambio duradero. Para cumplir esta última condición es indispensable una infraestructura de deliberación y participación democráticas que, por un lado, exija a los promotores de las reformas el esfuerzo que acabamos de esbozar y, por otro lado, permita una toma de conocimiento objetiva por parte de la ciudadanía de las ventajas e inconvenientes de cada opción, en vez de verse sometida a un fuego cruzado de declaraciones simplistas y de argumentos espurios.
La movilización política de la ciudadanía de base debe orientarse a exigir a sus representantes políticos, o a los aspirantes a serlo, el cumplimiento de estos requisitos de calidad democrática. Estamos en la frontera difusa entre el derrumbe de un orden anterior y la emergencia de uno nuevo. La posibilidad de que el cambio de modelo tome la dirección del progreso social defendido por la izquierda es real y estimulante. Para ello hace falta que el grito de "¡sí se puede!" se acompañe con la misma energía de la pregunta "¿cómo?".

[1] Inequality. What can be done? Anthony Atkinson, Harvard University Press, 2015. El lector encontrará una reseña en castellano de Diego Castañeda aquí.


(*)Antonio Quero es coordinador de Factoría Democrática y autor de "La reforma progresista del sistema financiero".

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