Raymond Carver 25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado realismo sucio.
Allá
 por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas  de 
concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas.  
Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras 
 como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me  
hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas 
 formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede  
resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver,
  todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo
 y  soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, 
toda  gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que
 fue  buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte 
son algo  magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque 
una  ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay 
que  tener talento.
Son 
muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no  conozco a
 escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible  de 
contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma  de 
expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según  
Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en  
consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con 
  
   
 
 
 
Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway.
Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway.
Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal
 cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate,  
únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que  
pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es
  lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay  
mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma 
 especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión 
artística  a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Tengo
 clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí  un 
lema tomado de un relato de 
Chejov:… Y súbitamente todo empezó a  
aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo  
posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que  
hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era 
 lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a  
aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un  
súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por haberme  
anticipado a ello.
Una vez 
escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de  estudiantes: No a
 los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de  tres por cinco. 
Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los  juegos. Al primer 
signo de juego o de truco en una narración, sea  trivial o elaborado, 
cierro el libro. Los juegos literarios se han  convertido últimamente en
 una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo  estibar fácilmente sólo 
con no prestarles la atención que reclaman. Pero  también una escritura 
minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a  dormir. El escritor 
no necesita de juegos ni de trucos para hacer  sentir cosas a sus 
lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el  escritor debe evitar el 
bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review
 John Barth  decía que, hace diez años, la gran mayoría de los 
estudiantes que  participaban en sus seminarios de literatura estaban 
altamente  interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace 
mucho, era  objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, 
porque en los  ochenta han sido muchos los escritores entregados a la 
creación de  novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el 
experimentalismo debe  hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con 
las concepciones más  libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca 
un poco los nervios oír  hablar de “innovaciones formales” en la 
narración. Muy a menudo, la  “experimentación” no es más que un pretexto
 para la falta de  imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo 
no es más que una  licencia que se toma el autor para alienar —y 
maltratar, incluso— a sus  lectores. Esa escritura, con harta 
frecuencia, nos despoja de cualquier  noticia acerca del mundo; se 
limita a describir una desierta tierra de  nadie, en la que pululan 
lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no  hay gente; una tierra 
sin habitar por algún ser humano reconocible; un  lugar que quizá solo 
resulte interesante par un puñado de  especializadísimos científicos.
Sí
 puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que  
llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas  
—Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor.  
Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera  
que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene,
  bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la  
dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La  
experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar
  con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su  
sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
delicias debidas a Navokov. Esa es de 
entre  los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el 
contrario,  la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los 
hábitos de la  experimentación o con la supuesta zafiedad que se 
atribuye a un supuesto  realismo. En el 
maravilloso cuento de Isaak 
Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros.
Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo
 amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de  sus 
libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus  esposas,
 les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”,  dicen. No
 sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo  parecido. Ese no
 es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra  de acuerdo con 
sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa?  Pues en 
definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de  haber 
hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje  contentos. Me 
gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor  manera de 
llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser  tanto o más 
honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto  desde el 
que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin  justificaciones ni 
excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de  explicarse.
En un ensayo titulado Escribir 
     
   
cuentos,
 Flannery O’Connor habla  de la escritura como de un acto de 
descubrimiento. Dice O’Connor que  ella, muy a menudo, no sabe a dónde 
va cuando se sienta a escribir una  historia, un cuento… Dice que se ve 
asaltada por la duda de que los  escritores sepan realmente a dónde van 
cuando inician la redacción de un  texto. Habla ella de la “piadosa 
gente del pueblo”, para poner un  ejemplo de cómo jamás sabe cuál será 
la conclusión de un cuento hasta  que está próxima al final:
Cuando
 comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con  una 
pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo  la 
descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi  que
 le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera.  
Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que 
 robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera,
  pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, 
que  era inevitable.
Cuando
 leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera  
escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y  
creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía
  que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo 
 leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al
 fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la  
que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, 
 sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono.
  Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba
  su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría
  crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y  
encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de  
trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una  
buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo
 decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una  línea; y 
otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia  y supe 
que era mía, la única por la que había esperado ponerme a  escribir.



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