La separación entre
poder ejecutivo y poder legislativo está desvirtuada desde el momento
en que la disciplina interna del partido de la mayoría obliga a la
cámara legislativa a actuar como mero registro notarial de la voluntad
del Ejecutivo. La mayoría es utilizada además para ejercer de pantalla
de protección en el control al gobierno. Las promesas de la oposición de
revitalización del parlamento, por otro lado, se difuminan una vez
alcanzada la mayoría.
En estas condiciones, siendo los partidos indispensables a la democracia y la razón de ser de las elecciones producir mayorías, cabe preguntarse si el parlamento está irremediablemente condenado a ser el rehén de los aparatos antes que la expresión del interés general, o si, por el contrario, existe algún diseño institucional que fortalezca su papel y ofrezca una mayor correspondencia entre representación parlamentaria y voluntad popular.
La aspiración a una democracia de calidad exige que el parlamento cumpla con su misión de la manera más honesta posible: que los procedimientos legislativos sean verdaderos procesos de deliberación, con información suficiente, atendiendo a argumentos, mostrando una voluntad real de compromiso, con transparencia sobre los grupos de intereses y permitiendo escuchar a la sociedad civil; que la labor de control del Gobierno y de investigación sea ágil y eficaz, sin trabas pero sin abusos por parte de la oposición; que los nombramientos que le corresponden se basen en criterios objetivos, audiciones exigentes y consensos amplios, no en cuotas partidistas; que las iniciativas populares reciban la debida atención; y que la disciplina de voto de los grupos no merme la capacidad de los representantes de reflejar la voluntad de sus representados.
Los pensadores de la democracia parlamentaria en el siglo XVIII desconfiaban de las facciones por el temor a que los intereses partidistas pervirtieran la búsqueda del interés general. La Historia les ha dado con frecuencia la razón. Pero la Historia también ha demostrado que, frente a la pluralidad de intereses presentes en la sociedad, los partidos políticos son un instrumento eficaz de organización de las preferencias.
¿Cómo conseguir entonces que el parlamento acoja el legítimo juego de intereses políticos a través de los partidos sin que éste derive en un menoscabo, cuando no menosprecio, del interés general o de la voluntad popular?
La solución a este dilema ideada en los albores de la democracia moderna nos puede servir de inspiración, con las evidentes adaptaciones al tiempo presente. Las tres democracias parlamentarias pioneras, la británica, la estadounidense y la francesa, lo intentaron resolver instaurando un parlamento bicameral en el que una cámara fuera la sede de los intereses partidistas emanados del voto popular y otra de carácter más elitista, inspirada del senado romano, velara por el interés general.
Significativamente, a la primera se le llamó Cámara baja y a la segunda Cámara alta. Ese es el origen de la House of Lords británica, del Senado norteamericano y del Consejo de los Ancianos francés. En palabras de Madison, “el fin del Senado es proceder de manera más pausada, reflexiva, ponderada y sabia que la cámara popular”.
Hoy en día no tendría ningún sentido resucitar una cámara de ancianos compuesta de privilegiados terratenientes. Sí lo tendría, sin embargo, una segunda cámara, un Senado ciudadano cuya misión fuera velar por el respeto del interés general y la calidad de la democracia, corrigiendo o atenuando los defectos de la “cámara partidista”.
Para cumplir correctamente con su papel, una cámara de estas características debería contar con miembros independientes de los partidos. De entre los tres modos posibles de selección –la elección, la rotación y el sorteo– el tercero sería el más apropiado. Con una composición superior a 150 o 200 senadores, el sorteo entre el conjunto de la ciudadanía aseguraría un resultado representativo y legitimador, aunque se puedan concebir algunas modulaciones. Para el designado, el mandato sería una obligación cívica salvo que se den circunstancias personales o laborales particulares, con una duración de dos o tres años, no renovable, dando así tiempo a adquirir experiencia y que la cámara se beneficie de ella pero sin que suponga una ruptura excesiva en la trayectoria personal. Si el mandato fuera por ejemplo de tres años, un tercio de sus miembros se renovaría anualmente con el fin de asegurar una transmisión fluida de los códigos y la memoria de la institución.
El Congreso seguiría siendo la cámara legislativa, salvo para las normas que afectan directamente a los partidos en las que el Senado ciudadano tendría la última palabra. En el resto de los procedimientos legislativos, el papel del Senado sería vigilar y ejercer de árbitro del fair play político. En determinadas condiciones, tendría capacidad para requerir que un proyecto de ley sea sometido a alguna de las vías de participación ciudadana que el nuevo sistema político habilitaría: asambleas o jurados ciudadanos, sondeos deliberativos, consultas online, referéndum consultivo, etc. El dictamen ciudadano sería vinculante para el Congreso, el cual sólo podría desviarse de él previo acuerdo del Senado. También velaría por la debida tramitación por parte del Congreso de las iniciativas populares.
En el ámbito del control al Gobierno, los ministros rendirían cuentas regularmente de su gestión al Senado ciudadano, pudiendo éste reprobarlos e incluso revocarlos en caso de incumplimiento de los compromisos que el propio Gobierno haya adoptado o de conductas reprochables. El presidente del Gobierno sería evaluado anualmente sobre el cumplimiento de su programa electoral. Dos evaluaciones anuales negativas forzarían la dimisión del mismo. La potestad del presidente del Gobierno de adelantar las elecciones estaría supeditada a ratificación por el Senado ciudadano.
En los nombramientos para órganos judiciales y estatales, el Senado ciudadano tendría la última palabra, así como capacidad para exigirles cuentas en todo momento.
Una crítica frecuente a las propuestas que confieren un poder decisorio a la ciudadanía es invocar su falta de competencia sobre los complejos asuntos públicos. Esta afirmación carece de base empírica, numerosas experiencias de participación ciudadana demuestran la capacidad de la ciudadanía para identificar el interés general. Además, en la mayoría de los casos, la función del Senado ciudadano no sería decidir sino arbitrar atendiendo a los argumentos de los grupos políticos, con el apoyo documental y pericial de la administración, del tribunal de cuentas, de órganos asesores y de expertos. Por otro lado, esta dinámica forzaría a los partidos políticos a defender sus propuestas con argumentos razonados, elevando así la calidad del debate y de las decisiones.
No se trata de todos modos más que de un esbozo de propuesta. Pretende ayudar a reflexionar sobre soluciones conceptuales y prácticas que mejoren la calidad de la democracia, poniendo de relieve que la forma institucional actual de la democracia representativa no es el fin de la historia. En tiempos de profunda crisis de la representación política no podemos permitirnos el lujo de obviar este debate.
PD: ¿quid del Senado actual? Sería perfectamente sustituible por un procedimiento legislativo o consultivo, en asuntos de competencia territorial, que implicara a parlamentarios autonómicos. --------------------------------------
Antonio Quero coordina el grupo Factoría Democrática de militantes y simpatizantes socialistas. Es funcionario de la Comisión Europea. Actualmente en la Dirección General de Presupuesto, ha trabajado en los departamentos de I+D, de Relaciones Exteriores y de Economía.
En estas condiciones, siendo los partidos indispensables a la democracia y la razón de ser de las elecciones producir mayorías, cabe preguntarse si el parlamento está irremediablemente condenado a ser el rehén de los aparatos antes que la expresión del interés general, o si, por el contrario, existe algún diseño institucional que fortalezca su papel y ofrezca una mayor correspondencia entre representación parlamentaria y voluntad popular.
La aspiración a una democracia de calidad exige que el parlamento cumpla con su misión de la manera más honesta posible: que los procedimientos legislativos sean verdaderos procesos de deliberación, con información suficiente, atendiendo a argumentos, mostrando una voluntad real de compromiso, con transparencia sobre los grupos de intereses y permitiendo escuchar a la sociedad civil; que la labor de control del Gobierno y de investigación sea ágil y eficaz, sin trabas pero sin abusos por parte de la oposición; que los nombramientos que le corresponden se basen en criterios objetivos, audiciones exigentes y consensos amplios, no en cuotas partidistas; que las iniciativas populares reciban la debida atención; y que la disciplina de voto de los grupos no merme la capacidad de los representantes de reflejar la voluntad de sus representados.
Los pensadores de la democracia parlamentaria en el siglo XVIII desconfiaban de las facciones por el temor a que los intereses partidistas pervirtieran la búsqueda del interés general. La Historia les ha dado con frecuencia la razón. Pero la Historia también ha demostrado que, frente a la pluralidad de intereses presentes en la sociedad, los partidos políticos son un instrumento eficaz de organización de las preferencias.
¿Cómo conseguir entonces que el parlamento acoja el legítimo juego de intereses políticos a través de los partidos sin que éste derive en un menoscabo, cuando no menosprecio, del interés general o de la voluntad popular?
La solución a este dilema ideada en los albores de la democracia moderna nos puede servir de inspiración, con las evidentes adaptaciones al tiempo presente. Las tres democracias parlamentarias pioneras, la británica, la estadounidense y la francesa, lo intentaron resolver instaurando un parlamento bicameral en el que una cámara fuera la sede de los intereses partidistas emanados del voto popular y otra de carácter más elitista, inspirada del senado romano, velara por el interés general.
Significativamente, a la primera se le llamó Cámara baja y a la segunda Cámara alta. Ese es el origen de la House of Lords británica, del Senado norteamericano y del Consejo de los Ancianos francés. En palabras de Madison, “el fin del Senado es proceder de manera más pausada, reflexiva, ponderada y sabia que la cámara popular”.
Hoy en día no tendría ningún sentido resucitar una cámara de ancianos compuesta de privilegiados terratenientes. Sí lo tendría, sin embargo, una segunda cámara, un Senado ciudadano cuya misión fuera velar por el respeto del interés general y la calidad de la democracia, corrigiendo o atenuando los defectos de la “cámara partidista”.
Para cumplir correctamente con su papel, una cámara de estas características debería contar con miembros independientes de los partidos. De entre los tres modos posibles de selección –la elección, la rotación y el sorteo– el tercero sería el más apropiado. Con una composición superior a 150 o 200 senadores, el sorteo entre el conjunto de la ciudadanía aseguraría un resultado representativo y legitimador, aunque se puedan concebir algunas modulaciones. Para el designado, el mandato sería una obligación cívica salvo que se den circunstancias personales o laborales particulares, con una duración de dos o tres años, no renovable, dando así tiempo a adquirir experiencia y que la cámara se beneficie de ella pero sin que suponga una ruptura excesiva en la trayectoria personal. Si el mandato fuera por ejemplo de tres años, un tercio de sus miembros se renovaría anualmente con el fin de asegurar una transmisión fluida de los códigos y la memoria de la institución.
El Congreso seguiría siendo la cámara legislativa, salvo para las normas que afectan directamente a los partidos en las que el Senado ciudadano tendría la última palabra. En el resto de los procedimientos legislativos, el papel del Senado sería vigilar y ejercer de árbitro del fair play político. En determinadas condiciones, tendría capacidad para requerir que un proyecto de ley sea sometido a alguna de las vías de participación ciudadana que el nuevo sistema político habilitaría: asambleas o jurados ciudadanos, sondeos deliberativos, consultas online, referéndum consultivo, etc. El dictamen ciudadano sería vinculante para el Congreso, el cual sólo podría desviarse de él previo acuerdo del Senado. También velaría por la debida tramitación por parte del Congreso de las iniciativas populares.
En el ámbito del control al Gobierno, los ministros rendirían cuentas regularmente de su gestión al Senado ciudadano, pudiendo éste reprobarlos e incluso revocarlos en caso de incumplimiento de los compromisos que el propio Gobierno haya adoptado o de conductas reprochables. El presidente del Gobierno sería evaluado anualmente sobre el cumplimiento de su programa electoral. Dos evaluaciones anuales negativas forzarían la dimisión del mismo. La potestad del presidente del Gobierno de adelantar las elecciones estaría supeditada a ratificación por el Senado ciudadano.
En los nombramientos para órganos judiciales y estatales, el Senado ciudadano tendría la última palabra, así como capacidad para exigirles cuentas en todo momento.
Una crítica frecuente a las propuestas que confieren un poder decisorio a la ciudadanía es invocar su falta de competencia sobre los complejos asuntos públicos. Esta afirmación carece de base empírica, numerosas experiencias de participación ciudadana demuestran la capacidad de la ciudadanía para identificar el interés general. Además, en la mayoría de los casos, la función del Senado ciudadano no sería decidir sino arbitrar atendiendo a los argumentos de los grupos políticos, con el apoyo documental y pericial de la administración, del tribunal de cuentas, de órganos asesores y de expertos. Por otro lado, esta dinámica forzaría a los partidos políticos a defender sus propuestas con argumentos razonados, elevando así la calidad del debate y de las decisiones.
No se trata de todos modos más que de un esbozo de propuesta. Pretende ayudar a reflexionar sobre soluciones conceptuales y prácticas que mejoren la calidad de la democracia, poniendo de relieve que la forma institucional actual de la democracia representativa no es el fin de la historia. En tiempos de profunda crisis de la representación política no podemos permitirnos el lujo de obviar este debate.
PD: ¿quid del Senado actual? Sería perfectamente sustituible por un procedimiento legislativo o consultivo, en asuntos de competencia territorial, que implicara a parlamentarios autonómicos. --------------------------------------
Antonio Quero coordina el grupo Factoría Democrática de militantes y simpatizantes socialistas. Es funcionario de la Comisión Europea. Actualmente en la Dirección General de Presupuesto, ha trabajado en los departamentos de I+D, de Relaciones Exteriores y de Economía.
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