¿Quién se atreve?
Desde esa inviolabilidad civil y eclesiástica a la vez, domesticar
el sexo de ellas. Colocar una frontera de concertinas entre la voluntad
de las mujeres y su vientre
Gallardón, el emperador de los úteros. Parece una cosa medieval. La
historia de un hombre que sueña con pastorear el órgano reproductor de
las hembras. Y que lo consigue. ¿Hay perversión mayor? Poseer un corral
del tamaño de un país en el que permanezcan encerradas las vaginas de
las mujeres, sus matrices, sus trompas de Falopio, los óvulos que desde
las trompas ruedan hasta esa dimensión sagrada (“el aborto es sagrado”);
tomar venganza de no haberse dado a luz a sí mismo; regresar, ahora
como tirano, al paraíso del que se fue desalojado al nacer. Y sin el
peligro de acabar en la cárcel como esos monstruos que raptan a las
jóvenes y las reducen en sus sótanos a un ganado doméstico; como esos
piernas sin educación que las animalizan hasta que las chicas logran
asomar una mano por la ventana para escándalo de las sociedades
biempensantes, que tanto hacen sin embargo para favorecer la dominación
descrita más arriba.
No, no. Las cosas bien hechas: desde el corazón de la ley, desde la
autoridad que proporciona ser el ministro de Justicia y exhibiendo, por
si fuera poco, maneras de cardenal, de príncipe, manifestándose con el
cinismo propio de un monseñor Camino. Desde esa inviolabilidad civil y
eclesiástica a la vez, domesticar el sexo de ellas. Colocar una frontera
de concertinas entre la voluntad de las mujeres y su vientre. De aquí
hacia abajo, todo mío, de mis jueces, de mi capricho, de mis policías,
de mis desórdenes venéreos, de mis fantasías más negras, de mis
frustraciones menos confesables. Todo este territorio, desde la cintura
hasta el nacimiento de los muslos, me pertenece ahora sin peligro porque
yo soy la ley y porque me gusta la música y porque soy culto y porque
pertenezco a una de las mejores familias del franquismo. Y porque a ver
quién se atreve, con lo demócrata que parezco, a rechistarme.
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