lunes, 30 de junio de 2014
y ahora una chorradita de... Schubert y Jessye Norman
Jessye Norman: "Gretchen am Spinnrade" by Franz Schubert
candidatos PSOE... 2 votaron la reforma de la Constitución... art. 135
¿Qué opinión le merece la reforma que se realizó del artículo 135 de la Constitución Española?
Pérez Tapias:
"Inmenso error. Yo no la voté; me pareció la aceptación de condiciones
impuestas desde instituciones europeas desde las que se ha favorecido el
cambio en el modelo social europeo, con la excusa de la crisis. Creo
que esa reforma debería derogarse, sin renunciar a la conveniente
prudencia en la gestión de los recursos públicos".
Madina:
"Como principio, creo que, en el medio plazo, el gasto público de un
país debe estar respaldado por capacidad de hacerle frente por la vía de
los ingresos. Y creo en la estabilidad presupuestaria a lo largo del
ciclo". Respecto a la rapidez de su tramitación asegura que le consta
que esta velocidad no fue entendida por un importante sector de la
población. "Sin embargo, no creo en absoluto que sea un obstáculo
insalvable para una política económica alternativa, añade.
Sánchez:
"Una reforma precipitada tomada en un contexto de debilidad de nuestra
economía y gran presión exterior y que no consiguió el objetivo de
calmar a los mercados. Creo que es necesario abordar una reforma en
profundidad de nuestra Constitución que garantice antes que ningún otro
derechos fundamentales de nuestros ciudadanos y no el pago de la deuda
que no debería ofrecer dudas en un país serio como el nuestro".
Sotillos:
"Un absoluto disparate por parte del Gobierno del PSOE que todavía está
pagando en forma de credibilidad política", apunta. "El PSOE debe
llevar lo antes posible a las Cortes una Reforma Constitucional para dar
marcha atrás en este artículo", añade.
Como diputados del PSOE y siguiendo las consignas del partido:
Votaron a favor de la reforma constitucional
El 26 de agosto de 2011 los Grupos Parlamentarios
Socialista y Popular en el Congreso presentaron conjuntamente una Proposición
de Reforma del artículo 135...
viernes 2 de septiembre de 2011... Votos emitidos 321, a favor 316,
en contra 5
Se aprueba la reforma.
y digo yo... Quienes voten a uno de estos dos candidatos, que luego no se quejen. Ya saben quiénes son y a quiénes sirven. Por cierto Sánchez, si le parece Una reforma precipitada ¿por qué la voto?
También han votado a favor de la Ley de Abdicación y sucesión real. Y tantas y tantas más.
Katharine Hepburn... the best
El 29 de junio de 2003 murió Katharine Hepburn con 96 años.
Feminista, progresista, gran actriz, gran mujer.
Fue la primera mujer que llevó
pantalones en el cine
y en la vida.
Vivió como quiso
y amó a quién quiso.
Estuvo 25 años al lado deSpencer Tracy
que era alcoholico, casado y parece
que no muy sentimental.
sábado, 28 de junio de 2014
Pedro Sánchez, el fontanero de Pepiño Blanco...
Pregunta. Lleva un año en el Congreso. ¿Ya le ha dado tiempo a revelarse?
Respuesta. Digamos que he tenido iniciativa y he intentado cumplir los trabajos que me han pedido desde la dirección.
P. ¿Esto es como lo imaginaba?
R. Sí, me parece que es una institución viva, muy
dinámica, donde la gente defiende con mucha vehemencia y convicción sus
ideas, y donde hay más consenso del que parece.
P. Puntería la suya: entrar justo en sustitución de Solbes.
R. Es pura casualidad. Pero reconozco en Solbes a
una figura de lo más sólido y solvente que ha tenido la política
española. Tuvo la enorme sabiduría de saber el momento en el cual colgar
las botas y dar un paso atrás. Rajoy es justo lo contrario.
P. Dicen que su mayor mérito es ser fontanero de José Blanco.
R. Hombre, yo a Pepe Blanco, por seguir con el símil
baloncestístico, le veo como el mejor entrenador que tiene el PSOE. Y
yo soy uno más dentro de su equipo, formado por gente muy potente y muy
sólida.
P. Hablando de fontanería, ¿qué cañerías ve más obstruidas?
R. Hombre, las del PP.
P. No sea previsible. Apunte más cerca de usted.
R. Bueno [ríe], pues probablemente tengamos que explicarnos mejor. Y en eso estamos.
P. No me diga que les va como les va solo porque no se explican.
R. Bueno, pero les está yendo a todos los Gobiernos
del mundo igual. Nos podría ir mejor, pero no nos va tan mal como
nuestros adversarios desearían. Yo no creo que tengamos ninguna cañería
obstruida. Hemos respondido a la crisis económica igual que el resto de
países.
P. Veo que se sabe la lección, que me la está colocando y que es usted puro aparato.
R. Ja, ja, ja. Es que yo no me considero aparato,
sino un militante que está trabajando y que tiene el enorme privilegio
de ser diputado del partido socialista. Si lo que me pregunta es si me
gusta ser fontanero, a mí me gusta ser fontanero.
P. ¿Cuál es su llave de paso?
R. La elaboración y redacción de programas
electorales. Ahí he aprendido mucho de lo que es la movilización
electoral, la participación de los colectivos en la elaboración de un
programa.
P. ¿Se fue del Ayuntamiento porque lo del PSOE en Madrid no tiene remedio?
R. Al contrario. Estuve en el Ayuntamiento seis
años, y a la gente que nos hemos curtido en la política local se nos
nota. Y yo soy diputado por Madrid, y pertenezco a la Ejecutiva
regional.
P. Si las encuestas no mienten, el escaño le puede durar tres cuartos de hora.
R. Que me quiten lo bailao.
P. ¿Con su piquito de oro pretende hacer sombra a Rubalcaba?
R. En absoluto. El piquito, uno trata de trabajarlo
[risas]. Pero me quedan muchas horas de vuelo para llegar a la mitad del
camino que ha recorrido él.
P. Dice que tiene sus ambiciones políticas colmadas. ¡Ande ya!
R. Pues quien me conoce sabe que es así. Estar en el Congreso de los Diputados para mí es la culminación de un sueño.
P. Carme Chacón empezó también jugando al baloncesto y ha llegado a ministra de Defensa.
R. Es que ella vale muchísimo más que yo.
P. ¿Qué señoría se envenena si se muerde la lengua?
R. Esteban González Pons. Él aspira a ser un poli malo, pero se equivoca, porque al final acaba siendo un mal poli.
P. ¿Está con quienes piensan que se empieza hablando de política y se acaba hablando de sexo?
R. Bueno, eh... no tiene por qué. Hombre, echarle un poco de pimienta a la vida no está mal, ¿no?
P. El sexo es la pimienta.
R. Por supuesto.
P. ¿Y usted la usa mucho para cocinar?
R. No, no. Yo hace tiempo que colgué mis botas en eso.
P. ¿Nacer un 29 de febrero es cumplir años solo cada cuatro?
R. Por supuesto. Los míos hay que dividirlos entre cuatro.
P. Dice José Bono que en su secretaría le llaman Pedro el guapo. ¿Cree que es para tanto?
R. En absoluto. Yo a eso le digo gracias, porque,
con la que está cayendo, todos los piropos son bienvenidos. Pero creo
que en la vida, y en la política, no es tanto la cara, sino dar la cara.
Y yo la doy aunque me la partan.
P. ¿Hay alguna diputada que le produzca palpitaciones?
R. Bueno, hay diputadas atractivas. Por ejemplo, Marta Gastón, o Meritxell Batet. Mi debilidad es el PSOE.
P. ¿Cuál ha sido la mayor canasta de su vida?
R. Sin lugar a dudas es personal.
P. ¿Y su peor falta?
R. Que me muerdo las uñas.
P. ¿A quién admira más del Gobierno, aparte del ministro de Fomento?
R. Pues, sinceramente, al ministro de Fomento.
Perfil
Tiene 38 años y dos hijas, y es un político reidor, atildado,
dispuesto y entregado a la causa. No parece arriesgado pensar que en el
fondo cree que, de no existir José Blanco, habría que inventarlo, aunque
en el despacho no tiene fotos dedicadas del ministro. Le sigue gustando
jugar al baloncesto, además del esquí, el pimpón, la música -El
Último de la Fila, Manolo García, Radio Futura-, el cine, la lectura y
su actividad de profesor universitario.
Adiós, Rubalcaba...
Rubalcaba
esperaba encontrar mujeres contra la ley del aborto de Gallardón en el
PP, pero no republicanos en el PSOE. Es el puto amo.
Madina o Sánchez, si les votas no te quejes...
- Primera Reforma Constitucional (1992) Consistió en añadir el inciso "y pasivo" en el articulo 13.2.
- Segunda Reforma Constitucional (2011) Consistió en sustituir integramente el artículo 135.
El 26 de agosto de 2011 los Grupos Parlamentarios
Socialista y Popular en el Congreso presentaron conjuntamente una Proposición
de Reforma del artículo 135...
viernes 2 de septiembre de 2011... Votos emitidos 321, a favor 316,
en contra 5
Se aprueba la reforma.
En aplicación, de lo
dispuesto en el artículo 167.3 de la Constitución, a partir de la fecha de
aprobación de la Proposición de Reforma, se abrió plazo para que, bien una
décima parte de los miembros del Congreso, bien una décima parte de los
miembros del Senado, solicitaran que la reforma aprobada fuera sometida a referéndum para su ratificación.
(BOCG.
Congreso de los Diputados, serie B, núm. 329-5 y BOCG.
Senado, núm. 108, ambos de 8 de septiembre). Transcurrido el plazo sin que se hubiera
solicitado por un número suficiente de diputados o senadores someterla a referendum,
se publicó el texto definitivo de la Reforma del artículo 135 de la Constitución española en el BOCG.
Congreso de los Diputados, serie B, núm. 329-7, de 28 de septiembre de 2011.
Como diputados del PSOE y siguiendo las consignas del partido:
Votaron a favor de la reforma constitucional
La reforma se ha aprobado con 316 votos a favor y 5 en contra
CiU y PNV, presentes en el hemiciclo, no han votado
IU, ERC, NBG, ICV y Nafarroa Bai se han ausentado durante la votación
El 15M ha esperado a los diputados en las cercanías del Congreso a las siete y media
Preguntas y respuestas sobre los aspectos fundamentales del primer cambio constitucional de calado
¿Cómo empezó todo?
El presidente Zapatero anunció el martes 23 (hace 10 días) que el
PSOE y el PP habían pactado incluir en la Constitución un tope al
déficit público. Lo desveló en un pleno del Congreso
que se iba a centrar en debatir las últimas medidas de austeridad. Fue
una sorpresa para muchos. Era un intento de calmar a los mercados, al
Banco Central Europeo y al eje franco-alemán con el objetivo de salvar a
España de una intervención.
¿Quién lo sabía?
Obviamente, el PP, con cuyo líder, Mariano Rajoy, pactó Zapatero la
reforma. También lo sabía el candidato socialista, Alfredo Rubalcaba, al
que el jefe del Ejecutivo convenció la víspera por la noche porque
inicialmente era reacio. El portavoz de CiU, Josep Antoni Duran Lleida,
aseguró que había hablado de esa posibilidad con ministros.
¿Por qué tan rápido?
El PSOE y el PP utilizaron su mayoría parlamentaria para que la reforma sea tramitada por vía de urgencia
–sin un referéndum- para que esté lista antes de que las Cortes se
disuelvan el día 27 para las elecciones generales del 20-N. Está
previsto que el Senado vote la propuesta el miércoles que viene, día 7.
¿En qué consiste la reforma?
En modificar el artículo 135.
Finalmente el PP y el PSOE no han introducido ninguna cifra en la Ley
Fundamental. Los números serán incluidas en una posterior ley orgánica
que establecerá un límite del 0,4% al déficit de las Administraciones
Públicas, desglosado en un 0,26% en el caso de la Administración del
Estado, el 0,14% para cada comunidad autónoma y el cero para los
Ayuntamientos.
¿Cuál es la postura de los partidos?
Cada uno explicó su postura el martes pasado en el pleno en el que se aprobó por 318 votos síes (del PSOE, el PP y UPN), 16 noes
(IU, PNV, ERC, BNG y UpyD) y dos abstenciones (Coalición Canaria) el
primer trámite para aprobar la reforma constitucional. Los principales
argumentos de cada uno aquí. La propuesta generó tantas críticas en el seno del PSOE que Rubalcaba tuvo que hacer un maratón de reuniones para vender la reforma. Socialistas y populares han buscado el consenso con los nacionalistas.
¿Es la primera reforma de la Constitución?
No, pero sí la primera de calado. En 1992 se añadieron dos palabras ("y pasivo"). Aquella reforma
introducía así en la Constitución el derecho de los extranjeros al
sufragio pasivo (el derecho a ser elegidos) en las elecciones
municipales. También entonces fue por vía de urgencia: se aprobó en 23
días.
¿Quiénes se han movilizado contra la reforma?
Sindicatos, partidos políticos, movimientos sociales y los indignados
del 15-M han llamado a salir a la calle a los descontentos con el fondo
y la forma de la reforma en un apretado calendario de movilizaciones que ya ha comenzado. Comisiones Obreras y UGT preparan una gran manifestación
en Madrid para el día 6, la víspera de que el Senado vote la
modificación. El movimiento 15-M ha celebrado un par de protestas para
criticar el cambio constitucional y demandar, al menos, un referéndum.
La reforma del artículo 135 de la Constitución: excesiva, innecesaria, inconsistente
José Moisés Martín
argumenta que la reforma del art. 135 de la Constitución, llevada a
cabo por el Gobierno de Rodríguez Zapatero con el apoyo del Partido
Popular en 2011, es de dudosa consistencia económica y ha limitado la
posibilidad de llevar a cabo políticas económicas alternativas
Willy Meyer , las SICAV, y los otros...
Willy Meyer (IU) dimite como eurodiputado
Rosa Díez ‘se hace un Cospedal’ al explicar su participación en el fondo de pensiones de la Sicav
La líder de UPyD cree que hay un "revuelo
ficticio" sobre el fondo de pensiones de los eurodiputados porque las
Sicav tienen "cotización diferida".
La
lista de eurodiputados españoles participantes en el fondo de pensiones
gestionado por una SICAV luxemburguesa. Y luego llaman a la
"responsabilidad" y a la "estabilidad constitucional" frente a los
"radicales" y a los "anti-sistema".
Aparicio, Pedro PSOE
Arias Cañete, Miguel PP
Avilés Perea, María Antonia PP
Ayala, Inés PSOE
Ayuso González, María del Pilar PP
Badía Cutchet, María PSOE
Barón Crespo, Enrique PSOE
Bennasar Tous, Francisca PP
Berenguer Fuster, Luis PSOE
Bergaz Conesa, Luisa IU
Borrell-Fontelles, Josep PSOE
Bru Purón, Carlos María PSOE
Calabuig Rull, Joan PSOE
Calvo Ortega, Rafael CDS
Camisón Asensio, Felipe PP
Cano Pinto, Eusebio PSOE
Carnero González, Carlos PSOE
Cercas, Alejandro PSOE
Cerdeira, Carmen PSOE
Colino Salamanca, Juan Luis PSOE
Colom y Naval, Joan PSOE
de la Cámara Martínez, Juan José PSOE
del Castillo Vera, Pilar PP
Díaz de Mera, Agustín PP
Díez González, Rosa UPyD
Duarte Cendán, José Manuel PSOE
Dührkop Dührkop, Bárbara PSOE
Estevan Bolea, María PP
Fabra Vallés, Juan Manuel PP
Fernández Martín, Fernando PP
Ferrer Casals, Concepció PP
Fraga Estévez, Carmen PP
Fraile Cantón, Juan PSOE
Frutos Gama, Manuela PSOE
Galeote Quecedo, Gerardo PP
Garcés Ramón, Vicente PSOE
García Amigo, Manuel PP
García Arias, Ludivina PSOE
García Pérez, Iratxe PSOE
Garriga Polledo, Salvador PP
Gasoliba i Bohn, Carles Alfred CiU
Gil Robles, José María PP
González Álvarez, Laura IU
González Triviño Ramírez, Antonio PSOE
Grandes Pascual, Luis PP
Gutiérrez Cortines, Cristina PP
Hernández Mollar, Jorge PP
Herranz García, María PP
Herrero Tejedor, Luis PP
Irujo Amezaga, Mikel EA
Izquierdo Rojo, María PSOE
Jové Pérez, Salvador IU
Marqués, Sergio PP
Marset Campos, Pedro IU
Martínez Martínez, Miguel Ángel PSOE
Masip Hidalgo, Antonio PSOE
Mayol i Raynal, Miquel ERC
Mato Adrover, Ana PP
Mayor Oreja, Jaime PP
Medina Ortega, Manuel PSOE
Méndez de Vigo, Iñigo PP
Mendiluce Pereiro, José María PSOE
Menéndez del Valle, Emilio PSOE
Meyer Pleite, Willy IU
Miguélez Ramos, Rosa PSOE
Millan Món, Francisco PP
Miranda de Lage, Ana PSOE
Montoro Romero, Cristóbal PP
Morán López, Fernando PSOE
Moreno Sánchez Javier PSOE
Morodo Leoncio, Raúl CDS
Naranjo Escobar, Juan Andrés PP
Navarro, Antonio PP
Nogueira Román, Camilo BNG
Obiols i Germà, Raimon PSOE
Ojeda Sanz, Juan PP
Ortiz Climent, Leopoldo PP
Ortuondo Larrea, Josu PNV
Pérez Álvarez, Manuel PP
Pérez Royo, Fernando IU (1987-1992), PSOE (1994-2004)
Planas Puchades, Luis PSOE
Pleguezuelos Aguilar, Francisca PSOE
Pomés Ruiz, José Javier PP
Pons Grau, José Enrique PSOE
Puerta Alonso, José IU
Punset i Casals, Eduardo CDS
Redondo Jiménez, Encarnación PP
Riera Madurell, Teresa PSOE
Ripoll y Martínez de Bedoya, Carlos PP
Rodríguez Ramos, María Soraya PSOE
Romera i Alcázar, Domenec PP
Rudí Úbeda, Luisa Fernanda PP
Ruiz-Giménez Aguilar, Guadalupe CDS
Salafranca Sánchez-Neyra, José Ignacio PP
Salinas García, María PSOE
Sánchez García, Isidoro CC
Sánchez Presedo, Antolín PSOE
Sanz Fernández, Francisco Javier PSOE
Sauquillo Pérez del Arco, Francisca PSOE
Sierra Bardají, Mateo PSOE
Sornosa Martínez, María IU (1994-1999), PSOE (1999-2009)
Suárez González, Fernando PP
Terrón i Cusí, Anna PSOE
Trías de Bes, Julio Añoveros PP
Valdivielso de Cué, Jaime PP
Valenciano Martínez Orozco, María Elena PSOE
Vallve Ribera, Joan CDC
Varela Suanzes-Carpegna, Daniel PP
Vázquez Fouz, José PSOE
Vidal-Quadras Roca, Alejo PP
Yáñez Barnuevo, Luis PSOE
viernes, 27 de junio de 2014
Macondo... cien años de soledad... Garcia Márquez
García Márquez en su 85 cumpleaños baila al son de Macondo.
Oscar Chavez
Celso Pina
Librería tres rosas amarillas, García Márquez y Raymond Carver...
Librería TRES ROSAS AMARILLAS
ESPÍRITU SANTO 12
28004 Madrid
Horario: de lunes a domingo, de 11 a 14, y de 17 a 21 horas
Teléfono… 915 22 81 08
Paralela a Vicente Ferrer y casi esquina con Madera Alta,
en el barrio de Malasaña de Madrid.
Proyecto nacido de la ilusión y la veneración por el cuento, un género al que le sobraban adeptos y le faltaba su propio espacio. Extenso catálogo. Si algo te interesa y no puedes encontrarlo, ponte en contacto con nosotros.
Están especializados en relato
corto, cuento y pop-up.
corto, cuento y pop-up.
"Dentro de los lectores que leen narrativa de calidad, el porcentaje de lectores que sólo leen relatos es ínfimo. El cuento no requiere un lector muy especializado, pero sí atento: No es algo que puedas leer en el metro o en el autobús. El cuento se te escapa en el momento en el que te pierdes una frase".
Si empiezas te harás adicto.
Las tres rosas te sugieren estos títulos para según qué…
.
Para descubrir. Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón.
Para leer y releer. Tres cuentos, de Truman Capote.
Para leer al menos una vez en la vida. Crónicas marcianas, de Ray Bradbury.
Para regalar. Matar en casa, de Jesús Urceloy.
Además de los libros-cuento, también pueblan la librería
los libros-mágicos
que con sus imágenes nos llevan a tiempos pasados
o futuros sólo con mirarlos.
De cartón"à l'Italienne" con una multitud
de historias y personajes...
de historias y personajes...
O éste libro llamado Sucede. En Blanco y negro.
Es un libro de artista estilo acordeón de edición limitada.
Si lo iluminas, mejor.
Si lo iluminas, mejor.
Una auténtica joya…
y exclusivo de Tres Rosas Amarillas.
y exclusivo de Tres Rosas Amarillas.
Como no sólo de libros vive la imaginación,
aquí te la ponen aprueba con marionetas artesanales, autómatas,
máscaras,
lámparas mágicas
y
otras joyitas…
otras joyitas…
llenas de luz y magia.
Harold entra cada vez que pasa.
Esta vez a llevado a sus amigas Berta y Noha a conocerla y han salido dando aullidos de placer.
Milagros y Ángeles con unos cuantos libros.
Esta vez a llevado a sus amigas Berta y Noha a conocerla y han salido dando aullidos de placer.
Milagros y Ángeles con unos cuantos libros.
A Tres rosas amarillas le gustan
las mariposas y las rosas amarillas y García Márquez.
A García Márquez le gustan
las rosas y las mariposas amarillas.
Tres rosas amarillas y García Márquez se gustan.
En la casa de sus abuelos Márquez y por el jardín de Aracataca volaban mariposas amarillas, phoebis philea, y en el escritorio de Gabo no podían faltar sus flores amarillas.
Tampoco en su pecho...
García Márquez soñó su entierro y así lo describió en el prólogo de Doce cuentos peregrinos.
las mariposas y las rosas amarillas y García Márquez.
A García Márquez le gustan
las rosas y las mariposas amarillas.
Tres rosas amarillas y García Márquez se gustan.
En la casa de sus abuelos Márquez y por el jardín de Aracataca volaban mariposas amarillas, phoebis philea, y en el escritorio de Gabo no podían faltar sus flores amarillas.
Tampoco en su pecho...
Él creía en la suerte y la suerte le cayó con
Cuando muere José Arcadio Buendía y mientras se toman las medidas para el ataúd, García Márquez describe así el momento flores amarillas …
“Vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.
Y así el momento mariposas amarillas…
"Fue entonces cuando cayó en la cuenta de las mariposas amarillas que precedían las apariciones de Mauricio Babilonia. Las había visto antes, sobre todo
en el taller de mecánica”.
Cuando Mauricio Babilonia empezó a perseguirla, como un espectro que sólo ella identificaba en la multitud, comprendió que las mariposas amarillas tenían algo que ver con él. Mauricio Babilonia estaba siempre en el público de los conciertos, en el cine, en la misa mayor, y ella no necesitaba verlo para descubrirlo, porque se lo indicaban las mariposas”.
García Márquez soñó su entierro y así lo describió en el prólogo de Doce cuentos peregrinos.
...Ha sido una rara experiencia creativa
que merece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser
escritores cuando sean grandes sepan desde ahora qué insaciable y
abrasivo es el vicio de escribir. La primera idea se me ocurrió a
principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño
esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona.
Gabriel José de la Concordia García Márquez ,
que merece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser
escritores cuando sean grandes sepan desde ahora qué insaciable y
abrasivo es el vicio de escribir. La primera idea se me ocurrió a
principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño
esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona.
...Soñé que asistía a mi propio entierro, a
pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero
con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo
más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para
estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más
queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la
ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de
ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había
acabado la fiesta. Eres el único que no puede irse, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos”.
pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero
con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo
más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para
estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más
queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la
ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de
ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había
acabado la fiesta. Eres el único que no puede irse, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos”.
En su sueño no pudo ver las miles de rosas amarillas y miles de mariposas amarillas de papel que revolotearon al son de Macondo.
Gabriel José de la Concordia García Márquez ,
Aracataca, 6 de marzo de 1927 - México,
D.F., 17 de abril de 2014
D.F., 17 de abril de 2014
Desde ese día estamos sin el amigo que nos regaló
tantos momentos inolvidables.
tantos momentos inolvidables.
Gracias Gabo por tantos momentos de emoción.
Tres Rosas Amarillas es el nombre de la librería como homenaje a Carver y Chejov.
Éste es el cuento...
Éste es el cuento...
Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con
su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la
prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre
había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de
un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero
tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas.
Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y
Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
"Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov (era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla."
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba "engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi irreflexiva indiferencia".
El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio", escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver."
El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?", preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono. "Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moét a la habitación 211. "¡Y date prisa! ¿Me oyes?"
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
"Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov (era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla."
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba "engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi irreflexiva indiferencia".
El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio", escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver."
El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?", preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono. "Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moét a la habitación 211. "¡Y date prisa! ¿Me oyes?"
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.
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