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miércoles, 29 de junio de 2016

Sinfonía de la mañana... Radio Clásica


Casi todos los días a las 8 de la mañana sintonizo
  Sinfonía de la mañana de Radio Clásica.
 ¿Quieres saber por qué?
Escucha el comienzo del programa. Sólo son 5 minutos... y me entenderás

 El relato de... Federico García Lorca...
Tomaron manzanilla y lágrimas. El eremita de la Antequeruela Alta se había transformado ahora en un indio comechingón, embutido en un poncho de vicuña, que los sobrecogió con su silueta cortante, de puro espigada, al abrirles la puerta. Aunque no le gustaba estrechar las manos ajenas por temor a contagiarse de todos los males del mundo, lo que daba lugar a que se pasara el día lavándoselas casi hasta rasgarse la piel, le tendió la suya, huesuda y fría, como el invierno argentino. Era la mano que había escrito El amor brujo y El retablo de maese Pedro. Una mano suave como su voz, que acariciaba el aire para ir abriéndose paso modestamente por el mundo, como pidiendo perdón por su propia existencia. Hablaron y las esquirlas dormidas de sus respectivos acentos, malagueño teñido de granadino, y gaditano santamariaporteño, parecieron repiquetear una vez más en sus lenguas. Mas fue un instinto inmediatamente difuminado por la gélida realidad de aquel paraje extraño, ahora ni siquiera amigable, que provocó que el anfitrión les instara a entrar cuanto antes, para que no se escapase el calor del hogar. Y entonces hablaron con esa cadencia deshilachada de quien ha perdido su identidad en una maleta hecha con la prisa del exilio y no logra encontrar en su lugar de acogida ninguna de la talla de aquella, que pudiera volver a encajar bien con él.
El poeta traía consigo su Invitación a un viaje sonoro y al laudista Paco Aguilar y al pianista Donalo Colacelli. Quería agasajar al maestro recitando aquel recorrido poético-musical que iba desde Juan del Encina a Halffter y Nin, pasando por BachScarlatti y hasta a Don Manuel mismo. Éste se encogió dentro de su poncho de vicuña, como refugiándose dentro de su propia modestia, pero consintió. Se sentó en una silla tan austera como la decoración de aquel salón, en el que el piano hacía las veces de negro altar del particular culto a la sobriedad de su propietario. Quizás consciente de aquello, Colacelli miró implorante a Don Manuel, como si destapar las teclas fuera algo tan osado como levantar el velo de alguna muchacha de la que él fuera tutor.
Sin miedo, hombre-le dijo éste- Yo mismo he desinfectado esta mañana las teclas con alcohol.
El poeta acometió el recitado la cantata, acompañado por los dos músicos:
Abre el laúd sus labios/una rosa.
¿Qué volará al silencio de esa rosa?
¿Qué de lo más profundo de esa rosa,
de su pecho de aire, por el aire,
de su caja de aire, por el aire?
Un pájaro al cordal,
cuatro alas al mástil,
un cabello amarillo al clavijero,
al puente un llanto siempre de viaje…
Cuando se aludía a España o alguna de sus ciudades el rostro de Don Manuel pasaba de repente de la luminosidad al desánimo, como si a cada evocación de sus lugares queridos tomara conciencia de lo lejos que se encontraba ahora de ellos. Creyó el poeta ver temblar sus labios cuando parafraseó el famoso cántico de Juan del Encina a la muerte de Isabel la Católica:

Triste España sin ventura,
todos te deben llorar,
despoblada de alegría,
para ti en nunca tornar.
Y luego hasta sonrió al escuchar la dedicatoria a su propia música, enhebrada por el poeta entre los versos de la jota dicen que no nos queremos:

La jota es un toro bravo en medio de un olivar.
(…) La jota es un toro bravo en donde le da la gana.
Tampoco le pasó desapercibido que cuando el nombre de Granada aparecía en mitad de un verso Don Manuel parpadeaba como si alguien le hubiera hundido un alfiler muy dentro de su ser. Pero al final de la cantata batió sus palmas con entusiasmo, arrancando de su piel y huesos un chasquido seco. Acaso llevara mucho tiempo con el ánimo enmohecido. Pidió a su hermana María del Carmen que trajera pastas y la famosa botella de Manzanilla sanluqueña, de la que él, por no romper sus hábitos, no bebió.
-Costó encontrarla, no lo crea -le confesó el músico-Pero cuando me escribió diciendo que vendría quise agasajarle.
-Me hace usted feliz, maestro-replicó Alberti- Beber esto es como dejar deslizarse por la garganta un puñado de rayos del sol de España.
Don Manuel no pudo evitar hacer la siguiente reflexión, al escuchar una vez más, aquel nombre que tan lejano, pero jamás ajeno, les resultaba a ambos ahora:
-España, sí. A fuerza de rehuirla para no morir de melancolía al principio traté de que nada me la recordase. Evité colgar de las paredes cuadros y fotografías que la representaran. Llevé al desván el Quijote y la poesía de Garcilaso, e incluso hasta retratos míos, hechos por amigos españoles, como Zuloaga o Picasso, hice por ocultarlos. Pero al final toda esa ausencia de referencias cobró forma de vacío ante mis ojos. Una ausencia verde y blanca con la forma de la Vega de Granada y la Sierra de Córdoba. Porque vaya donde vaya, aún desnudo por el mundo (Dios me perdone por hablar así) no puedo arrancarla de mi interior. ¿Y sabe qué? Que por mucho que intenté apartar España de esta casa al final acabé cayendo en la cuenta que la hora de ese reloj de ahí, el que domina la estancia, no iba bien. Pensé que sería un fallo del mecanismo y fui a corregirla, hasta que me di cuenta de que lo que sucedía era que el reloj estaba marcando la hora que es en este momento en España. Al caer en la cuenta de ello no pude tocarlo y así se ha quedado. Y cuando yo muera, porque sé que ya no volveré, mi corazón se detendrá como si estuviera realmente allí.
Al poeta también le sucedía. Pensaba con frecuencia en la bahía de Cádiz, y en la Sierra de Guadarrama, y en aquel viaje hacia el norte del que había traído como recuerdo su libro La amante.
Y hablando de ausencias, había un nombre que no se acababa de pronunciar allí. Trató de que surgiera de forma natural:
-¿Cuánto hace que nos conocemos, Don Manuel?
-Mucho ya…¿No fue en el 29, cuando…?
-Sí…Eso, cuando…
El nombre común de quien les había unido si no en amistad sí en mutuo respeto y admiración debía surgir entonces. Pero no lo hizo. Fue como un vacío, de aquellos que tan atinadamente había descrito Don Manuel. Una silueta de piel aceitunada, traje blanco y pajarita negra pareció por unos instantes relampaguear en el recuerdo de ambos. Don Manuel cambió de tema:
-Nos hacemos viejos…Parece que fue ayer. Recuerdo que me dieron a leer su Marinero en tierra y me sorprendió mucho. No parecía la poesía de un autor concreto, sino la misma voz del pueblo. Como extraída del cancionero de Gil Polo.
-Eso me pasó con un poema de La amante. ¿Sabe que un día se lo escuché a un cantaor en un tablao? Le pregunté de dónde lo había sacado y se limitó a decir: esto es del pueblo. ¡Y era mío!
-De todos modos, cuando le conocí a usted, amigo Alberti, andaba metido en otras lides poéticas. Esa obrilla…permítame decírselo, blasfema de Fermín Galán…No. Esas cosas no van conmigo.
- Sí, eso fue algo después. Usted se refiere quizás a cuando escribí Sobre los ángeles. Es lógico, todos pasamos por esa etapa de surrealismo…Ay, cuántos éramos y cómo nos hemos ido desperdigando…Bergamín, Cernuda, Altolaguirre…Y Aleixandre, y Guillén…
El nombre estaba a punto de salir. Don Manuel suspiró. Le sirvió más manzanilla. Paco Aguilar y Colacelli se hallaban enfrascados en animada conversación con la hermana del maestro. Alberti cambió entonces de tema:
-¿Recuerda el primer concurso de cante jondo? Yo tenía veinte años y aún no había publicado nada. Pero me dejó una honda huella que usted…ustedes recuperasen ese repertorio considerado de tugurio y lo elevaran a la categoría de arte.
-Sí…Lo hicimos. Pero era necesario y lógico. Resultaba un dislate que una joya así permaneciera arrinconada, casi como si de música de delincuentes se tratase. De todos modos, de no haberlo hecho nosotros, hubieran podido reivindicarlo otros…Fue así.
Ése otro que también había participado, ofreciendo conferencias, escribiendo poemas, ensalzando el canto más sentido del arte español. ¿Por qué no aparecía su nombre? Estaba decidido. Lo diría.
-Don Manuel. ¿Sabe? A veces pienso…Es tan injusto todo esto. Él no tenía verdaderas ideas. Era como un niño con aquella sonrisa traviesa. La misma que esgrimía si se le ocurría algún verso genial o si te lo encontrabas por la calle con algún amigo que nunca era el mismo. Yo pienso, seriamente, que tendría que haber sido yo y no él. Nunca hubiera matado a una mosca. En cambio, yo sí me impliqué en…
Don Manuel se levantó como impulsado por un resorte. Tomó un tomo de su biblioteca y se lo mostró. Eran los Episodios nacionales de Galdós.
-¿Lo ha leído?-inquirió Don Manuel- Es maravilloso. Me ha hecho recordar mi niñez. ¿Y sabe? Han pasado más de cien años desde la guerra con los franceses y hemos seguido cometiendo los mismos errores desde entonces. Nunca aprenderemos nada. Supongo que es la bendita ignorancia española la que tanto les atrae de nosotros a los extranjeros, incluyendo a los argentinos.
Alberti comprendió que no debía tocarse ese tema. Suspiró y apuró el manzanilla. El sol de España acababa de atragantársele en el corazón.
-Sí…¿Sabe?-rememoró- Yo le vi en sus últimos años, a Galdós, cuando estaba ya ciego, en el retiro. Estaba haciendo de modelo a la estatua que le esculpió Victorio Macho.
Llegó la hora de la despedida, y en ello sintió el poeta el triste temblorcillo del pálpito, porque algo le decía que no volvería a ver a Don Manuel de Falla. Éste, poco dado al contacto físico con sus semejantes, le acercó, sin embargo, los labios al oído:
-No me juzgue mal, querido Alberti…-susurró-Sé muchas cosas terribles de aquello, pero mi conciencia no me permite hablar.
Así se despidieron. Rafael Alberti sabía, porque no era un secreto, que Don Manuel había tratado de interceder por su común amigo en aquellos días de locura en Granada. Dos veces fue al gobierno militar, esgrimiendo su estatura de compositor universal y embajador de España ante el mundo. Incluso esgrimió documentos firmados por personajes de peso del movimiento que permitieran librarlo de su prisión. La primera vez se rieron de él y la segunda le dijeron que no sabían dónde se encontraba y que seguramente ya estaría en Madrid, arengando a las masas con sus consignas de Moscú. Ahora se rumoreaba por la Argentina que le habían matado a culatazos en su celda, rumor que Alberti sabía infundado, porque lo fusilaron en Viznar, pero que al que al parecer el horrorizado Don Manuel daba crédito. Quizás le atormentaba la idea de haber estado a tan pocos metros de donde debió estar encerrado, sin lograr nada.
Tal y como sospechaba el poeta, no volvería a ver a Falla, pues éste fallecería el año siguiente. Pero esa tarde, tras despedirle, el compositor gaditano dejó el volumen de Galdós y extrajo de una segunda fila de libros que no estaba a la vista, uno que releía en ocasiones, justo el tiempo que se lo permitían sus ojos, antes de anegarse de lágrimas. Un volumen de poesía de su querido amigo Federico García Lorca. Y así, en una suerte de azar buscado, dio con los siguientes versos:

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.


El relato de... Proust...Reynaldo Hahn y Marcel Proust
Basado en un fragmento de “Por el camino de Swann”
Durante mucho tiempo estuvo acostándose tarde. Prefería despertarse a mediodía, para escribir en la cama, guiado por aquel impulso que lo poseyera desde tiempo atrás: la necesidad perentoria de contarlo absolutamente todo. De auscultar los latidos de la existencia, hasta su más minúscula resonancia, en el tallo trémulo de la caléndula al céfiro, o en el goteo sensual de la lluvia, endulzando el amargor de la tierra removida. Para hablar de todo, se recluyó en sí mismo, redujo su existencia casi a la nada absoluta, limitándose a tres funciones vitales: comer, dormir y escribir. En ocasiones era forzoso vaciar la bacinilla o afeitarse para no encontrarse con aquel desconocido que lo contemplaba desde el reverso del espejo con expresión hosca, como preguntándose quién sería aquel loco.
Una tarde recibió una visita. La esperaba. Había enviado una carta citándole y aunque no había tiempo material de que le llegase la respuesta, sabía que él vendría. También cabía la posibilidad de que no estuviese en París, pero intuía que se encontraba allí, aunque llevaran años sin verse. Si cerraba los ojos aún era capaz de rememorar su rostro, poro a poro, los destellos castaños de su imaginación relampaguéandole bajo las tupidas pestañas, e igualmente recordaba sus dedos flexibles, como alas de cisne, moreno sobre blanco, posándose en el teclado. Así que cuando entró al salón y se vieron el uno al otro pasaron unos instantes de mutuo estupor y de asimilación de que eran quienes decían ser. Porque Reynaldo no encontró al Marcel dandy, con expresión autosatisfecha de diletante, sino a un hombre ajado, con los cabellos grasientos y las mejillas salpicadas de descuido, envuelto en un batín descolorido. Marcel en cambio había despedido de su lado a un muchacho para encontrarse a un hombre, seguro de sí mismo, que incluso le pareció más alto. Dudaron de si abrazarse. No lo hicieron. Marcel pidió a sus domésticos Celine y Nicolas y magdalenas. Reynaldo no tomó ni una cosa, ni la otra. Su amigo le invitó a tomar asiento frente a él, en un sofá. Reynaldo Hahn meneó la cabeza, sin saber si enfadarse o reírse. Hizo las dos cosas a la vez.
-¿Y ya está?-le preguntó.
- Ya está, ¿qué?-quiso saber su amigo.
- Eso…Un día vas y te cansas de mí y dices que necesitas más tiempo para tus cosas y desapareces. Y París entero te da por loco y luego por muerto. Y ahora, dos años después, tres quizás, me mandas una nota como quien no quiere la cosa: “Querido, necesito verte. Ven el jueves por la tarde a casa”. ¿Qué quieres que te diga? No he venido por otra cosa que por curiosidad.
Marcel sopló su taza de tila y la bebió a sorbitos, sin enterarse.
- ¿Y está ya satisfecha?
- ¿El qué?
-Tu curiosidad.
-Mentiría si dijera que sí-replicó Reynaldo- Todavía necesito saber para qué querías verme.
-Sabes perfectamente que estoy enfermo-dijo con gran sobriedad-No viviré mucho.
-Eso se dice…-replicó al cabo de unos instantes Hahn-Aunque también que exageras, para no ver a nadie. Quién te ha visto y quién te ve. De rey de los salones a prisionero dos años en tu alcoba. ¿Para qué?
Otro sorbo, y un pellizquito a una magdalena con forma de valva, como si hubiera tenido por molde una concha de peregrino.
- Estoy escribiendo mi nueva obra, Reynaldo.
-Siempre decías eso cuando estábamos juntos. Pero no dejabas de acumular gloriosos fragmentos que no iban a ninguna parte. Como ese librito, Los placeres y los días, tan delicioso como frívolo. ¿Cómo se titulará este, Los dolores y los años? Quizás sea más acorde a tu situación actual.
El escritor no se amilanaba ante la amarga ironía de su amigo. Su voz adquirió un registro tan grave que parecía provenir de la oquedad más recóndita de su cuerpo:
-La obra que estoy escribiendo va más allá de la vida y del tiempo. Es el todo y la nada, la vaciedad que discurre sin aspavientos, apenas imperceptible, pero palpable en todo momento, mientras vivimos. Los momentos perdidos a los que nadie dedicaría una novela.
-No entiendo a qué te refieres.
Marcel le preguntó si recordaba un recital al que fueron una vez, en el que tocaba el violín George Enescu. Reynaldo se sorprendió por la pregunta. Era cierto que durante su relación Marcel no dejaba de preguntarle por la música para que, en su calidad de compositor, le ayudase a entender mejor los mecanismos de aquel lenguaje que le era desconocido y que sólo podía limitarse a disfrutar, sin reciprocidad alguna. Y era cierto que lo llevó a muchos conciertos. Pero aquel de Enescu le resultaba bastante vago. No recordaba qué pianista le acompañaba, ni lo que tocaban.
-No recuerdo qué era…Una sonata, sin duda.
- Eso es-chasqueó los dedos Marcel- ¡Para mí sería importante que lo recordases! O trataras de averiguarlo.
-Pero, ¿por qué?
-Porque había en ella una frase que se elevaba por instantes por encima de las ondas sonoras. Primeramente, en aquella escucha sólo saboreé la calidad material de los sonidos segregados por los instrumentos. Me gustó mucho, ya, ver cómo de pronto, por debajo de la línea del violín, delgada, resistente, densa y directriz, se elevaba como en líquido tumulto la masa de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la parda agitación de las olas, hechizada por la luz de la luna. Y en eso, sentí la necesidad de coger una frase o armonía de aquello. No sabía exactamente qué, pero era algo a lo que no podía dar nombre. Fue como si al pasar a mi lado, ese momento de la música me ensanchara el alma.
Hahn estaba de lo más confuso al escucharle hablar así. Pero…¿A qué se refería? Seguía sin comprender. Él se lo explicó:
-Después de aquel día, con el paso del tiempo, empecé a sentir que necesitaba esa frase musical. Sí, precisaba de ella lo mismo que un hombre al ver pasar una mujer por la calle siente que entra en su vida la imagen de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un valor aún más grande. Una desconocida cuyo nombre ignora y a la que no sabe si volverá a ver jamás. De una escucha agradable tras la cual olvidé de forma irresponsable el título de la obra, pasé a sentir de forma inesperada, meses después aquel amor por esa frase musical. Y prendió de repente en mí como un rejuvenecimiento de mi alma.
Hahn estaba seguro de que aquel ya no era su Marcel. Aquel al que amó era divertido, algo alocado y caprichoso. Ignoraba que cuando lo llevaba a un concierto y aplaudía suavemente para no hacerse daño en las manos hubiera experimentado todas esas cosas. Pero continuó explicándoselo. La frase musical despertaba en él la sed de una ilusión desconocida; pero no le daba nada para saciarla. De modo que aquellas partes del alma de Marcel en donde la frasecita iba borrando la preocupación por los intereses materiales, por las consideraciones humanas y corrientes, se quedaban vacías, en blanco.
-Porque el placer que me proporcionaba la música-evocó- hasta el punto de convertirse en verdadera necesidad, se fue pareciendo al mismo placer que habría sentido respirando perfumes, entrando en contacto con un mundo que no está hecho para nosotros. Que nos parece informe porque no lo ven nuestros ojos, y sin significación, porque escapa a nuestra inteligencia y sólo lo percibimos con un sentido único.
Hahn intentó hacer memoria. Una frase afortunada que le había cautivado. ¿Podía ser una sonata de Camille Saint-Saëns? Negó con la cabeza:
Saint-Saëns, seguro que no. Es un maravilloso músico mediocre. Creador de frases encantadoras, pero tontas, ninguna de sus melodías ha logrado fascinarme jamás. Sin duda, la forma en que la sonata había codificado mis sentimientos no puede resolverse en razonamientos.
Marcel Proust se llevó las manos a las sienes y oprimió suavemente éstas con las yemas de sus dedos, como si de alguna manera pudiera reavivar con más precisión sus recuerdos con este acto aparentemente inocuo.
-¡Qué hermoso diálogo el que escuché entre el piano y el violín al comienzo del último tiempo! Primero, el piano solo se quejaba como un pájaro abandonado por su pareja; el violín lo oyó y le dio respuesta como encaramado en un árbol cercano. Era como si el mundo estuviera empezando a ser, como si hasta entonces no hubiera otra cosa que ellos dos en la tierra: el mundo de esa sonata. ¿Es un pájaro, es el alma aun incompleta de la frase, o es un hada invisible y sollozante cuya queja repite en seguida, cariñosamente, el piano? Sus gritos eran tan repentinos, que el violinista tenía que precipitarse sobre el arco para recogerlos. El violinista quería encantar a aquel maravilloso pájaro, amansarlo, llegar a cogerlo. Ya se le había metido en el alma, ya la frase evocada agitaba el cuerpo verdaderamente poseso del violinista, como el de un médium. Yo sabía que la frase hablaría aún otra vez. Y estaba tan bien desdoblada mi alma, que la espera del instante inminente en que iba a volver a tener delante la frase me sacudió con uno de esos sollozos que un verso bonito o una noticia triste nos arrancan, no cuando estamos solos, sino cuando se lo decimos a un amigo, en cuya probable emoción nos vemos nosotros reflejados como un tercero. Reapareció, pero sólo para quedarse colgada en el aire, recreándose un instante, como inmóvil, y expirando en seguida.
Así, el arco iris brilla, se debilita, decrece, se alza de nuevo, y antes de apagarse se exalta por un instante como nunca; a los dos colores que hasta entonces mostró añadió otros tonos opalinos, todos los del prisma, y los hizo cantar. Y de repente, la frase se deshizo, flotando hecha jirones en los temas siguientes. Y ahí acabó todo, o mejor aún, ese fin fue el principio de mi tortura.
Después de toda esta descripción, Hahn se acarició la barbilla, pensativo:
-Creo…por lo que dices, aunque no me has aportado ningún dato realmente musical, que sólo puede ser la Sonata para violín de Franck.
Los ojos del escritor se iluminaron, con alegría:
-¡Cesar Franck! Hermano sublime…Cuánto debió sufrir para llegar a esta esa frase. ¿Cómo sería su vida? ¿De qué dolores debió sacar aquella fuerza de Dios, aquella ilimitada potencia de crear?
-Dolores…Sí, unos cuantos tuvo en la vida. Lo despreciaron. Y no creas que todavía se le valora como merece…¿Vas a hablar en tu novela de él?
-Sí y no…-Proust parecía dudar acerca de si contárselo-En realidad, hay en ella un músico llamado Vinteuil, que escribe una sonata, que sería ésta…Si es verdaderamente la que dices. ¿Tú no podrías, querido amigo, traerte un día algún violinista y tocarla ambos para mí?
De repente, Reynaldo Hahn se dio cuenta de que una vez más, y no era la primera, afloraba sin tapujos el Marcel egoísta del cual se había despedido tiempo atrás. En realidad, no le importaba cómo estaba él, ni cómo le iba la vida. Sólo le había llamado para utilizarle, para saber de quién era aquella sonata, con objeto de incorporarla a ese universo al que, de momento, no permitía acceder a nadie más. Y ahora que contaba con esa información, estaba claro que no le necesitaba más por ese día. E igualmente sabía que si ejecutaba la sonata para él en otra ocasión, luego ya no volverían a verse. Decidió dejarse de juegos. Se levantó para marcharse. Marcel se excusó en su debilidad para no acompañarle hasta la puerta. Aún así, y contra su verdadero deseo, le tendió la mano por última vez. Proust estiró su brazo, sin levantarse del sofá y sus dedos apenas se rozaron. Le parecieron los de un extraño. Todavía, antes de cerrar tras de sí la puerta, quizás para siempre, le escuchó decir:
- No me olvides, Reynaldo. Un día comprenderás por qué me he apartado del mundo y puede que me perdones.
Después, una vez se vio sólo, Marcel Proust se levantó trabajosamente y se arrastró hasta su dormitorio. Sólo en la cama se sentía protegido de las inclemencias del mundo, con sus mentiras, convencionalismos y desdenes. Sólo en el lecho en el que un día le hallaría la muerte, tal vez dentro de no mucho tiempo, se sentía verdaderamente vivo. Retomó sus cuartillas y animado por el recuerdo compartido de la sonata, volvió a reanudar la escritura de Por el camino de Swann:
“…tiene el violín-cuando no se ve el instrumento y no se puede relacionar lo que se oye con su imagen-acentos semejantes a algunas voces de contralto que llegan a dar la ilusión de que hay una cantante…”.



 El relato de...Caruso... El día que Caruso se rompió en pedazos
 Lo que hubiera dado por un cigarro egipcio la trágica velada de su último “Elixir d’Amore”, cuando su lengua se rasgó de parte a parte, en medio del primer acto, haciéndole sangrar por la boca; su primer pensamiento fue: “Ahora ya da igual todo. Podré fumarme uno más; aunque sea a medias”.

El público, como durante la mayor parte de su carrera, se comportó con veneración religiosa. Nadie protestó. No se llamó un sustituto; y ni uno solo de los asistentes reclamó el dinero de la entrada. Sin duda estaban seguros de haber presenciado algo histórico: el día en que Caruso se rompió en pedazos.

Apenas tres semanas antes, el Templo que fuera un día su voz, se derrumbó metafóricamente y literalmente al caerle en la espalda una de las columnas de cartón piedra del acto final de “Samson”, cuando éste mata a los Filisteos. El impacto le golpeó en la zona renal, produciéndole un dolor que hasta entonces no había cesado y que, por si fuera poco, obró como “piedra imán” para otras dolencias.
Al día siguiente sufrió un ataque de tos frente al espejo de Canio mientras cantaba el “Vesti la Giubba” de “Il Pagliacci”; después, sufrió migraña y un agónico Eleazar en “La Judía”. Y de golpe, le diagnosticaron pleuresía y un enfisema. Tuvieron que operarle siete veces consecutivas. Dorothy no dejaba de mortificarse. Él siempre le había insistido en que no olvidase la bolsa de amuletos que ocultaba estratégicamente en algún pliegue del vestuario que llevase su personaje, en escena. Entre los amuletos: había una mano de Fátima, un escarabajo de ágata comprado en El Cairo, una apergaminado de trébol de cinco hojas y la pata de un conejo albino. Los había ido recopilando a lo largo de toda su vida, y siempre le dieron suerte. El trébol lo había llevado consigo en su espectacular debut en L’Scala con “La Boheme”. Había pasado ya una vida de aquello, exactamente la que presentía escapársele entre los dedos como grana rallado para los tortellini; y, por cierto, lo que hubiera dado en ese momento por un plato. Acaso, el riñón sano que le quedaría después de que le extirparan el afectado por la caída de la columna. Pero le habían impuesto una dieta rigurosa hasta aquella operación que esperaba que fuese la definitiva.

Enrico_Caruso_XVII-748x1024Los últimos ocho meses, sus dolencias no habían remitido exactamente; más bien, se fue acostumbrando a ellas: el dolor en el costado de las ocho y cuarto, los pinchazos en el pulmón del mediodía, las toses con sangrado del crepúsculo.

Estaba con Dorothy en su Nápoles natal, después de un agradable mes de julio en Sorrento. Quería ir viendo los lugares donde había ido transcurriendo su juventud, antes de acudir a la cita con los médicos en Roma. Ya que no podía beberse una copa de “Lacryma Christi”, ni saborear un Ragù del Guardiaporta, al menos podría enseñarle todo aquello a su esposa americana.

– Llévame al barrio en que naciste – le pidió Dorothy.

Y él consintió, un tanto dubitativo al principio pero a ella le gustó ver la fachada del modesto edificio, y la iglesia cercana de San Juan y San Pablo, donde le bautizasen.

– Ya no queda nada de mí aquí –confesó él–; de hecho, hasta casi he olvidado el napolitano.

Pero ella le dijo que ese lugar era una parte de su personalidad y que, viendo su maravillada expresión al redescubrir rincones de cuya existencia se había olvidado, estaba conociendo, por primera vez a Enrico, la versión napolitana de su nombre, con la que fuera bautizado, y que abandonó para siempre, al convertirse en el Gran Caruso.

Brogi_Carlo_1850-1925_-_n._10458_-_Napoli_-_Macchronaio_napoletano_-_Scena_dal_vero-1024x784– Ahora que lo dices, hay un rinconcito que no he podido olvidar –le confesó él.

Y logró convencerla de lo imposible. La llevó hasta una pequeña y sórdida trattoria, en un callejón sombrío, en la que servían una deliciosa Calzone, que se derretía entre los labios. Sabiendo lo que significaba para él, Dorothy se lo permitió, y hasta un vasito de Fiano di Avellino. Lo vio feliz; ella fue feliz también.

– Y, ahora voy a cantar para ti –le dijo, al salir de la trattoria.

– Enrico, no debes.

Le daba igual todo aquella noche; a la mañana siguiente sería otro día. Y así, en aquella callejuela mal iluminada cantó “Coure Ingrato” para ella. A media voz, es cierto, pero era tal su legendario caudal que varios viandantes se asomaron para ver de dónde brotaba aquella prodigiosa voz herida.

Cuando hubo acabado de cantar, ya era completamente de noche. Ella le preguntó, con voz trémula, si había podido perdonarla.

– ¿El qué? –quiso saber él.

– Que me olvidase tu bolsa de amuletos en un taxi aquella tarde de “Samson y Dalila”. Tal vez nada de esto hubiera pasado si yo…
Él se echó a reír, y eso le provocó una punzada de dolor en la costilla que le extrajeran en la cuarta operación.

– No seas tonta –la trajo contra sí, y la abrazó en la oscuridad–. Todo es perfecto. Tú eres mi mejor amuleto. No cambiaría este momento, por nada del Mundo.

A las nueve de la mañana del día siguiente, Enrico Caruso fallecía en el Hotel Vesubio de Nápoles, a los cuarenta y ocho años. Cuantos desfilaron ante su féretro abierto se maravillaron de su plácida expresión, muy alejada del dolor pacientemente acumulado en los últimos tiempos. Sólo Dorothy, supo que su rostro irradiaba la felicidad de aquella noche napolitana, la penumbra del furtivo beso, la dulzura del vino en sus labios, la penetrante fuerza de su voz haciéndola suya por última vez. Pero no dijo nada a nadie; y ya que él no podía ofrecerle ahora, si no recuerdos, decidió guardarse para sí este postrero como el más preciado de todos ellos.

Lucio  Dalla... Caruso

Qui dove il mare luccica
e tira forte il vento
su una vecchia terrazza
davanti al golfo di Surriento
un uomo abbraccia una ragazza
dopo che aveva pianto
poi si schiarisce la voce
e ricomincia il canto.

Te voglio bene assaie
ma tanto tanto bene sai
è una catena ormai
che scioglie il sangue dint'e vene sai³.

Vide le luci in mezzo al mare
pensò alle notti là in America
ma erano solo le lampare*
e la bianca scia di un' elica.
Sentì il dolore nella musica,
si alzò dal pianoforte
ma quando vide la luna uscire da una nuvola
gli sembrò dolce anche la morte.
Guardò negli occhi la ragazza,
quegli occhi verdi come il mare,
poi all'improvviso uscì una lacrima
e lui credette di affogare.

Te voglio bene assaie
ma tanto tanto bene sai
è una catena ormai
che scioglie il sangue dint'e vene sai.

Potenza della lirica
dove ogni dramma è un falso
che con un po' di trucco e con la mimica
puoi diventare un altro.
Ma due occhi che ti guardano
così vicini e veri
ti fan scordare le parole,
confondono i pensieri.
Così diventa tutto piccolo,
anche le notti là in America,
ti volti e vedi la tua vita
come la scia di un'elica.
Ma sì, è la vita che finisce,
ma lui non ci pensò poi tanto
anzi si sentiva già felice
e ricominciò il suo canto.

Te voglio bene assaie
ma tanto tanto bene sai
è una catena ormai
che scioglie il sangue dint'e vene sai
"Caruso" es una canción compuesta en 1986 por el cantautor italiano Lucio Dalla y dedicada al tenor, igualmente italiano, Enrico Caruso. Tras la muerte de Lucio Dalla, la canción ocupó durante dos semanas el puesto número dos en la lista italiana de sencillos, siendo certificado también como disco de platino por la Federación de la Industria de la Música italiana.
Significando de la canción
La canción está inspirada en la muerte del gran tenor italiano Enrico Caruso, y habla del dolor y los anhelos de un hombre que, estando a punto de morir, mira a los ojos a una niña muy querida para él.

Según explicó Lucio Dalla en una entrevista publicada por Il Corriere della Sera, la canción se inspiró en las historias sobre la muerte de Enrico Caruso que le contaron los propietarios de un hotel de Sarrento en el que se alojó una vez que se vio obligado a hacer una escala allí con su barco. Dalla pasó la noche en la misma habitación en que, muchos años antes, Caruso había pasado algunos de sus últimos días. Los propietarios del hotel le hablaron de la pasión que por aquel entonces Caruso sentía por una joven a quien le estaba dando lecciones de canto. Enrico Caruso, una gran leyenda de la ópera, era uno de los más grandes y más buscados después de los cantantes durante finales de los 19 y principios del siglo 20. Vivió una vida muy difícil y bastante infeliz que se hayan registrado muchos desafíos y problemas con los teatros de ópera italianos, pero ganó más fama y el éxito en los Estados Unidos.
Él nació en una familia muy pobre en Nápoles. Él estaba a menudo involucrados con las mujeres y tuvo varios amoríos con mujeres casadas prominentes en las artes escénicas. Estos amores a menudo terminaban mal. Con Ada Giachetti (su más apasionada y más larga historia de amor) que ya estaba casado, tenía dos hijos, pero al final ella lo dejó por su chofer. Entonces conoció y se casó con una mujer 20 años menor que él, Dorothy Parque Benjamin, sólo unos pocos años antes de morir, a quien Lucio Dalla describe en esta canción "Caruso". Con ella tuvo una hija llamada Gloria.
 Guardò negli occhi la ragazza quegli occhi verdi come il mare
Poi all'improvviso uscì una lacrima e lui credette di affogare
Te voglio bene assaje ma tanto tanto bene sai
En la canción que dice "Surriento", en el dialecto napolitano que significa Sorrento. Es el lugar donde pasó muchos días en la convalecencia antes de que finalmente murió en Vesuvio Hotel en Nápoles. La música y las palabras del estribillo
Te voglio bene assaje
ma tanto tanto bene sai
è una catena ormai.
che scioglie il sangue dint'e vene sai...
se basan en una canción napolitana, titulado "Dicitencello vuje", publicado en 1930 por Rodolfo Falvo (música) y Enzo Fusco (texto) por escrito de acuerdo con la mejor tradición de la napolitana "romances" con un estilo operístico fuerte.
En un italiano puede decir "Ti voglio bene" a cualquier miembro de la familia o un amigo cercano, pero la frase se utiliza rutinariamente hacia el amor romántico de uno. Las palabras exactas de la canción son: "Te voglio bene assaje, del tanto ma beneficio del tanto sai" y son, en dialecto napolitano, es decir: Te quiero mucho. Muy mucho, ¿sabes? "Seguido por las líneas:". Hemos formado un (cadena) de bonos a estas alturas, que se deshiela la sangre en mis venas, ya sabes "
Video oficial de Lucio Dalla de la canción fue filmado en el Hotel Vesuvio, donde Enrico Caruso murió.
En 2015, con motivo del tercer aniversario de la muerte de Dalla, GoldenGate Edizioni publicó la novela biográfica de Raffaele Lauro, "Caruso El Song - Lucio Dalla y Sorrento", que a través de testimonios inéditos reconstruye el vínculo casi cincuenta años de duración (de desde 1.964 hasta 2.012) de la gran artista con Sorrento ("Sorrento es el verdadero rincón de mi alma"), y la inspiración auténtica para su obra maestra, "Caruso". La película documental del mismo autor, "Lucio Dalla y Sorrento - Lugares del Alma", se presentó en el estreno nacional el 7 de agosto 2015 en el Festival de Cine Social Mundial 2015 en Vico Equense.

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