Me siento delante del ordenador en una cafetería de mi
barrio. He cogido la costumbre de cada vez que tengo que leer un nuevo
guión, me siento en una mesa al fondo de este local, donde no suele
haber nadie: el grueso de la clientela, formado por mujeres dando de
mamar a sus bebés, jóvenes actores de la escuela de interpretación de al
lado y jubilados leyendo el periódico, ocupa invariablemente las mesas
de delante y la terraza. Aquí al fondo, se está tranquilo. Pido un café
ristretto y me lo tomo de un trago. Abro el pdf que me acaba de llegar.
Guión. Largometraje. Producido por un estudio independiente. 10 millones
de dólares de presupuesto. Conozco algo del trabajo de los guionistas.
Un hombre y una mujer que han escrito un par de películas interesantes.
Tengo esperanzas razonables sobre el proyecto. He prometido a mi agente
que lo leeré hoy mismo.
Y ahí está, en la primera página. En la primera secuencia.
Primera línea. La palabra. Gemido. Gemido. Gemido. Pero hay más, mucho
más en esta primera página: “Músculos del cuello tensos y bañados de
sudor”, “uñas perfectamente manicuradas clavándose en la espalda de un
hombre”, “gemido de placer”, “preciosa melena”...
La palabra hermosa se repite cuatro veces, tan sólo en la primera página.
En la segunda página, la hermosa mujer de larga melena,
cintura grácil y uñas perfectas que alcanza un “largo orgasmo” abre una
nevera y coge un bote de helado. Ben and Jerry’s.
Tengo que morderme la lengua para no gritar. No quiero
traumatizar a los bebés que maman tranquilamente, ni despertar a los
jubilados. Pero en mi cabeza estoy aullando como aquel tipo en Amarcord
de Fellini, que se sube a un árbol y grita “Voglio una donna!”.
Desde que empecé a hacer películas, calculo que habré
recibido más de 100 guiones de productoras de todo el mundo. Pues bien,
90 de ellos están escritos con la sutileza de un discípulo poco
aventajado de Barbara Cartland y tienen por protagonistas (más bien
coprotagonistas, ya que raramente las mujeres son el motor de la trama) a
mujeres jóvenes, delgadas y hermosas con uñas inmaculadas, que gimen,
tienen los músculos del cuello tensos y bañados de sudor antes de
correrse en 20 segundos y comen helado. Juro que no es una exageración:
ese es el prototipo de mujer que impera en el cine americano, en el
europeo y en el asiático. Solamente cambian las marcas de helado. Otra
cosa que tienen en común todos estos guiones es el número de palabras
que pronuncian las mujeres: como norma general, tan sólo la cuarta parte
de los diálogos (y no precisamente los más relevantes). Ni siquiera en
películas de dibujos animados cuya protagonista es femenina, esta
alcanza a hablar tanto como los personajes masculinos. Véase Mulan,
Pocahontas o hasta Frozen.
Los otros diez guiones que quedan son historias donde directamente no hay ni un personaje femenino.
En los últimos tiempos han aparecido numerosos tests que
analizan cómo las mujeres son representadas en la pantalla: el test
Bechdel, el sexy lamp (“si puedes sustituir a un personaje de mujer por
una lámpara sexy y no cambia nada la historia, necesitas una nueva
versión del guión”, es justamente el esquema Cincuenta sombras de
Grey…), el Russo… Pero no debemos olvidar que lo que vemos en la
pantalla ha sido escrito antes con un fin: que aquellos que tienen que
financiar las películas imaginen a partir de un guión lo que van a ver
posteriormente en la película.
La literatura cinematográfica contemporánea es el resultado
de un proceso de progresiva infantilización de los contenidos y de los
puntos de vista. Por un lado, los guionistas son formados en escuelas
que reducen el proceso de escritura a un puñado de reglas y parámetros.
Se ignora deliberadamente el análisis y estudio de los escritores
cinematográficos que han hecho del cine un arte sumamente complejo y una
herramienta sofisticada de aproximación a la realidad. Se instruye a
los alumnos en métodos formulaicos de escritura. Se les insta a utilizar
prototipos que sólo generarán más prototipos. Se les machaca con trucos
para entrar en la industria. No se les incita a pensar cómo ser mejores
escritores. En una clase de posgraduados en escritura que acabo de
impartir en una prestigiosa escuela de cine, ninguno de ellos (38) había
leído un guión de Ernest Lubitsch, de Joseph Leo Mankievicz o de Paul
Schrader. Todos habían leído el guión de The Matrix. Ninguno leía otra
cosa que no fueran libros sobre escritura de guiones.
Por otro, los que tienen el poder de decidir qué películas
se hacen y qué películas no se hacen son, en su mayoría, hombres. Pero
hombres cuya visión del mundo no incluye personajes femeninos de más de
veinticinco años que vistan más allá de la talla 36 (y 100 de sujetador)
y que, a ser posible, tengan una capacidad orgásmica ilimitada, que
requiera apenas tres segundos de penetración y un par de elipsis.
En este contexto, los guionistas escriben directamente para
ese puñado de hombres, olvidando que un sufrido director tiene que leer
y digerir e imaginar lo que han escrito. Pero sobre todo olvidando que,
ahí afuera, hay un mundo lleno de historias de mujeres de todas las
edades, todas las tallas, todos los grados de belleza, altas, gordas,
bajas, flacas, con pelo corto y melena hasta los pies, con cinturas de
avispa y sin cintura, divertidas, aventureras, bizcas, despiertas,
dormilonas, vivas, al borde de la muerte: tan complejas, fascinantes o
aburridas como los personajes masculinos. Miento: mucho más complejas,
aunque sólo sea porque han –hemos– tenido que luchar de mil maneras
distintas para ocupar el lugar en el mundo que nos corresponde. Mujeres
que necesitan voces que cuenten sus historias de una manera nueva,
fresca, alejada de tópicos y prototipos porque desde ese nuevo
imaginario, y sólo a partir de él, el mundo puede ser un lugar un poco
más justo y un mucho menos frío.
Sé que, dentro de unos meses, quizás un año, la película
cuyo guión acabo de leer se estrenará, sin mi colaboración por supuesto,
en algún cine de algún lugar del mundo. Y muchas más como ella.
Pero también sé que, cada vez más, habrá películas
con mujeres que no gimen, con las uñas sin pintar y que prefieren con
mucho un buen pastel de queso a un bote de helado.
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