Las amistades desaparecidas
En algunos momentos produce vértigo acordarse de las personas dejadas por el camino.
Domingo 29 de mayo de 2016
LA OTRA noche me forcé a llamar a una vieja amiga (lo es
desde hace cuarenta y tantos años), para por lo menos hablar con ella,
ya que en los últimos tiempos nos vemos poco. Poco, pero todavía nos
vamos viendo, lo cual ya es mucho, pensé, en comparación con lo que me
sucede con decenas de amistades, o les sucede a ellas conmigo. Me temo
que nos ocurre a todos, y en algunos momentos produce vértigo acordarse
de las personas dejadas por el camino, o –insisto– que nos han dejado a
nosotros orillados, colgados o en la cuneta. A veces uno sabe por qué.
Las peleas, las decepciones, las ingratitudes, son algo de lo que nadie
se libra a lo largo de una vida de cierta duración, pongamos de cuatro
décadas o más. Casi nada hiere tanto como sentirse traicionado por un
amigo, y entonces la amistad suele verse sustituida por abierta
enemistad. Uno puede no ir contra él, no atacarlo, no buscar
perjudicarlo en atención al antiguo afecto, por una especie de lealtad
hacia el pasado común, hacia lo que hubo y ya no hay. Lo que es casi
imposible es que no lo borre de su existencia. Uno cancela todo
contacto, pasa a hacer caso omiso de él, lo evita, y cabe que, si se lo
cruza por la calle, mire hacia otro lado, finja no verlo y ni siquiera
lo salude con el saludo más perezoso, un gesto de la cabeza.
Uno sabe a veces por qué. Curiosamente, las cuestiones políticas son,
en España, frecuente motivo de ruptura o alejamiento. Si dos amigos
divergen en exceso en sus posturas, es fácil que acaben reñidos sin que
se haya dado entre ellos nada personal. Cabe la posibilidad de no sacar
esos temas, pero es una alternativa siempre forzada: en el intercambio
de impresiones se crea un hueco incómodo y que tiende a ocupar cada vez
más espacio, hasta que lo ocupa todo y no hay forma de rodearlo, ni de
disimular. Se charla un poco de fútbol, de la familia, del trabajo, pero
la conversación se hace embarazosa, ortopédica, sobre ella planea el
independentismo vehemente que uno de los dos ha abrazado, o su entrega a
la secta llamada Podemos, o su conversión al PP, por ejemplo. Cosas que
el otro no puede entender ni soportar. Hay ocasiones más sorprendentes
en las que uno también sabe por qué: porque presenció una mala época del
amigo, que éste ya dejó atrás; porque le prestó o dio dinero, o lo vio
en momentos de extrema debilidad. Hay quienes, lejos de tenerle
agradecimiento, no perdonan a otro el haberse portado bien, o el
haberles sacado las castañas del fuego. Cuando echamos una mano, del
tipo que sea, en realidad nunca sabemos si estamos creándonos un amigo o
un enemigo para el resto de la vida, y eso es particularmente
arriesgado hoy en día, cuando hay tanta gente necesitada de manos para
sobrevivir. Por propia experiencia, cada vez que echo una, me pregunto
si recibiré gratitud por ella o una inquina invencible e irracional, un
desmedido rencor. Supongo que el mero hecho de pedir ayuda –más aún de
recibirla– representa para algunos individuos una humillación
intolerable que harán pagar precisamente al que se la presta. Al que
estuvo en condición de ofrecérsela y por lo tanto en una posición de
superioridad. Aunque éste no la subraye en modo alguno, aunque dé todas
las facilidades y reste importancia a su generosidad, hay personas que
nunca perdonarán al testigo de su penuria, de su desmoronamiento o de su
decadencia temporal. De su fragilidad.
Otras veces alguien se aparta porque al otro le va demasiado bien y
es un recordatorio de lo que no tenemos. O porque le va demasiado mal y
es un recordatorio de lo que a cualquiera nos puede aguardar. En España
hay que andarse con pies de plomo a la hora de mostrar los logros y los
fracasos, la alegría y la desdicha. Un exceso de lo uno o lo otro es
siempre un peligro, se corre el riesgo de quedarse solo y abandonado.
Creo que era Mihura quien decía que un escritor afortunado debía hacer
correr el bulo de que estaba gravemente enfermo, para permitir que se lo
mirase con piedad y rebajar el resentimiento por sus éxitos: “Ya, pero
se va a morir”, es un consuelo que atempera la envidia.
Pero demasiadas veces no sabemos por qué se desvanece una amistad.
Por qué las cenas semanales, o incluso la llamada diaria, se han quedado
en nada, quiero decir en ninguna cena ni una sola llamada. Sí, aparecen
nuevos amigos que desplazan a los antiguos; sí, nos cansamos o nos
desinteresamos por alguien o ese alguien por nosotros; sí, un ser
querido se torna iracundo, o lánguido y perpetuamente quejoso, o exige
invariablemente sin aportar nunca nada, o sólo habla de sus obsesiones
sin el menor interés por el otro. De pronto nos da pereza verlo, nada
más. No ha habido riña ni roce, ofensa ni decepción. Poco a poco
desaparece de nuestra cotidianidad, o él nos hace desaparecer de la
suya. Y falta de tiempo, claro está, el aplazamiento infinito. Esos son
los casos más misteriosos de todos. Quizá los que menos duelen, pero
también los que de repente, una noche nostálgica, nos causan mayor
incomprensión y mayor perplejidad.
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