Miércoles, 8 de junio del 2016
La otra noche vi la tele. Era sábado y
mientras preparaba la cena puse un debate nocturno. Allí salía el más
joven de los aspirantes al liderazgo en el Partido Popular. Se llama Pablo Casado
y se expresa con estupenda soltura. Atacó a sus rivales y esquivó
cualquier pregunta incómoda. Cuando le insistieron en afear los enormes
casos de corrupción que han salpicado a su partido, terminó por decir
que los españoles están fatigados de hablar de esas cosas y que lo que
quieren es que los medios y los políticos hablen de las cosas que les
importan, como el paro, la sanidad y la educación. Fue entonces cuando
habló de la educación y dijo algo chocante. Según un estudio europeo, la
mayoría de los alumnos actuales desempeñarán trabajos en el futuro que
hoy en día no existen. Serán nuevos oficios. Por eso, explicó, es
absurdo que sigan estudiando de memoria los nombres de los ríos y los
reyes godos. Cuando lo escuché me pareció un razonamiento muy atinado.
Pero un segundo después, algo disparó mi capacidad de estupefacción.
Para
empezar ya casi nadie estudia los reyes godos. Y en segundo lugar, si
de verdad los empleos del futuro están por inventarse, lo único que
merece la pena aprender es el nombre de los ríos, porque de lo que
estamos seguros, si algún trasvase no lo impide, es de que el Duero, el Tajo, el Ebro y el Guadalquivir
van a seguir donde están cuando nos muramos todos los que estamos ahora
mismo vivos. La enseñanza aplicada a los empleos no es la base esencial
de la enseñanza. He aquí un error habitual de los políticos. La
enseñanza debería destinarse a formar los mecanismos de pensamiento y
estudio de las personas, abrirles la capacidad de aprender, mostrarles
el camino para ser personas creativas, plenas y solventes. También
honestas, también articuladas, capaces de discutir con palabras, de
asociar ideas, de relacionar la historia del pasado con la historia por
venir y de entender que formamos parte de una humanidad que ha parido
ingenios tan bellos, prácticos y eficaces que estudiarlos no es una
condena sino un modo de rendirles admiración para tratar de emularlos
algún día.
Yo no sé la idea que tienen de empleo para sus hijos,
pero sí sé que preferiría que fueran capaces de desempeñar oficios para
los que valen, en los que se sienten retados, vocacionalmente
fascinados, en los que pueden ser valiosos, creativos y experimentadores
hasta puntos inalcanzables hoy día. También sé que muchos de ellos
tendrán que conformarse con labores mecánicas, puestos por debajo de sus
ideales, empleos penosos con los que sobrevivir. Pero no quiero que
estudien para ellos desde niños. Quiero que estudien para soñar, para
ser libres, para aspirar a tocar con los dedos lo más grande que
tenemos, ríos y geografías, pasado histórico, legado artístico, idiomas
ajenos, todo aquello que es inútil para según qué líderes sociales. Ya
que no sabemos qué empleos se inventarán en el futuro para paliar un
paro tan desbordado como el español, formémoslos en lo esencial, valores
humanísticos y conocimiento científico no aplicado a la tecnología de
paso, sino a la grandeza inmortal. Y que corran un rato y estén sanos y
flexibles, y que sepan algo de música y teatro y también filosofía,
porque se dediquen a lo que se acaben dedicando y aunque se especialicen
para de-sempeñar un oficio, esas disciplinas les serán providenciales.
Así que apagué la tele y terminé de preparar la cena.
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