Desde hace tiempo, cada mañana, después de leer
el periódico y escuchar algún informativo en la radio, suelo caer
durante un rato en un proceso depresivo. Imagino que a todos ustedes les
sucede algo parecido. Por muy bien que les vayan las cosas a cada uno a
título individual, es imposible no verse afectado por todo lo que nos
rodea. Parece que nos hayan tirado encima un cubo entero de pintura sucia y maloliente, emborronando el fresco más o menos decente que habíamos ido haciendo entre todos.
Entre todos: al menos desde el siglo XVIII y el
extraordinario proceso dela Ilustración, han sido muchas las
generaciones, infinitos los hombres y las mujeres que han batallado y se
han dejado la libertad y hasta la vida por construir un mundo mejor.
Una sociedad de la que habían ido desapareciendo lentamente las masas de
los desheredados, dando paso a un dominio de las clases medias que
fueron accediendo a la educación y al poder a través de la democracia.
Habíamos aprendido que la redistribución de la
riqueza era fundamental para la paz social. Que compartir con los
desprotegidos era la obligación de los más afortunados. El camino hacia delante parecía imparable. Y
ahora de pronto, en unos meses, nos desmantelan todos esos derechos
conseguidos a base de tanto esfuerzo. Derechos adquiridos, no
privilegios regalados. Día a día, entre unos y otros, nuestros
gobernantes se van cargando en nombre de la crisis los logros de una
sociedad que, al fin, empezaba a ser justa. Sólo empezaba: España no
había llegado ni de lejos al nivel de protección social existente en
otros países de nuestro entorno, cuando la guadaña de los recortes ha
ido a decapitar precisamente ahí.
Tratan de convencernos de que no queda otro
remedio. Pero entretanto vemos cómo los privilegios de los más ricos y
los más poderosos se mantienen intactos. Como si la historia no hubiera
sucedido. Mientras millones de españoles se van al paro y cientos de miles de parados rozan ya la miseria,
los políticos y sus colegas financieros y banqueros siguen impolutos en
su mundo perfecto. Y da igual que malversen o dilapiden el dinero que
hemos aportado entre todos y que debería invertirse en becas, quirófanos
o asilos: nunca pasa nada. Han tirado millones de euros públicos por la
ventana, han inaugurado infraestructuras absurdas, adquirido mansiones,
arruinado cajas de ahorros, viajado en coches supersónicos, pagado cenorras, prostitutas y cocaína con nuestros impuestos. Pero ahí siguen, con sus corbatas impecables y su aire de ladrones elegantes.
Cada mañana, después de leer el periódico, en medio de la depresión,
los maldigo. Maldigo a los corruptos, claro, pero también a los
vanidosos que han querido dejar sus nombres escritos en piedra para la
posteridad. Y a todos los decentes que han mirado hacia otro lado haciéndose los tontos mientras sus compinches robaban.
Y ya sé, ya sé que todo esto no debe decirse, que es dar pábulo a los
extremismos y a los populismos. Etcétera. Etcétera. Pero entonces ¿qué
hacemos? ¿Nos callamos mientras ellos nos conducen obedientemente, como
ovejitas silenciosas, hacia el viejo corral del antiguo régimen, las
grandes desigualdades, los señores y los siervos? ¿Decimos amén porque
esta bazofia lleva el gran nombre de democracia…
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