El Rey ha dado
un golpe, un manotazo, sobre la mesa de la política. Últimamente parece que,
cuando algo no se hace como quiere o como le gustaría, se deja llevar por
pequeños ataques de cólera o de mal genio. La bronca que propinó a su chófer en
la reciente visita a las instalaciones de la Dirección General de Tráfico en
Madrid es, quizás, un prueba de ello. El Rey, que viajaba sin cinturón de
seguridad en el asiento delantero, se enfadó ostensiblemente.
Pero la carta
publicada ayer en su web
es un salto cualitativo, y no en la buena dirección. El texto es un error por
las formas (histriónicas), el fondo (partidario) y su inoportunidad (a 48 horas
de la “decisiva”
reunión Rajoy-Mas). El Rey ha confundido su
transparencia (a la que llega tarde) con la institución que representa y a la
que está obligado a servir. Ha hablado Juan Carlos I, pero debería haber actuado
como Jefe del Estado, que no es lo mismo.
La literalidad del texto es una advertencia sumaria, no se trata de conciliar, sino de avisar. Un mal asunto cuando se trata de la máxima institución del Estado y del jefe de los ejércitos. En el texto no aparecen las palabras: pacto, consenso, acuerdo, encaje, sensibilidades, diversidad, comprensión, acoger, soluciones, construir... Sorprendentes ausencias para quien reivindica el espíritu de la Transición.
El texto refleja, además, otros matices que son algo más que detalles. La alusión a los “galgos y podencos”, además de rara, es el tic propio de un aficionado a la caza, y no sé si era lo más conveniente tras sus últimos errores. Y el inicio de la carta, por ejemplo, resulta revelador: “No soy el primero y con seguridad no seré el último entre los españoles...”. Era, quizás, su manera sutil de decir “una mayoría de españoles piensa que...”. Pero aunque sea una mayoría, su misión y su función es la de representar a todos, incluidas las minorías. Si pretendía, también, reflexionar sobre las relaciones Catalunya-España, el tema es mucho más grave. Es, sencillamente, no comprender nada, o no querer comprenderlo. Esto no va de 8 millones de catalanes frente a 40 de españoles y deducir así, de manera simplista e interesada, mayorías y minorías democráticas. El Rey no puede hacer trampas.
La literalidad del texto es una advertencia sumaria, no se trata de conciliar, sino de avisar. Un mal asunto cuando se trata de la máxima institución del Estado y del jefe de los ejércitos. En el texto no aparecen las palabras: pacto, consenso, acuerdo, encaje, sensibilidades, diversidad, comprensión, acoger, soluciones, construir... Sorprendentes ausencias para quien reivindica el espíritu de la Transición.
El texto refleja, además, otros matices que son algo más que detalles. La alusión a los “galgos y podencos”, además de rara, es el tic propio de un aficionado a la caza, y no sé si era lo más conveniente tras sus últimos errores. Y el inicio de la carta, por ejemplo, resulta revelador: “No soy el primero y con seguridad no seré el último entre los españoles...”. Era, quizás, su manera sutil de decir “una mayoría de españoles piensa que...”. Pero aunque sea una mayoría, su misión y su función es la de representar a todos, incluidas las minorías. Si pretendía, también, reflexionar sobre las relaciones Catalunya-España, el tema es mucho más grave. Es, sencillamente, no comprender nada, o no querer comprenderlo. Esto no va de 8 millones de catalanes frente a 40 de españoles y deducir así, de manera simplista e interesada, mayorías y minorías democráticas. El Rey no puede hacer trampas.
Lo más grave,
está por llegar, todavía. El Rey ha anunciado que “seguirá” utilizando su
página web para expresar sus opiniones. Pero esta dinámica altera, de manera
muy significativa, el protocolo de redacción de sus discursos que deben
ser supervisados por el Gobierno (y este lo fue) siguiendo las normas
constitucionales. Esta nueva etapa introduce un elemento nuevo: el Rey opinará,
independientemente, de la actividad institucional que enmarca sus
declaraciones. Es decir, opinará de la actualidad más allá del tradicional Mensaje
de Navidad.
Esta situación es inédita en nuestra
democracia. Si alguien quería ayudar a la
Monarquía, no lo ha conseguido. Y si quería ayudar a resolver los
problemas,
los ha empeorado. Cuando se cometen tantos errores hay que exigir
responsabilidades y no mirar hacia otro lado. El coro silencioso con el
que, demasiadas veces, se contemplan las actuaciones del monarca debe
dar paso a voces
solventes que exijan criterio, prudencia y, sobre todo, responsabilidad.
Hay
cosas que no se resuelven no dándose por aludido.
El golpe del Rey ha sido muy desafortunado. Impropio de alguien que ha sabido
evitarlos.
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