Destruir, arruinar, derribar, emponzoñar, desmontar, arriar,
desacreditar, imposibilitar, descalificar, vaciar… y así podríamos
seguir hasta no parar nunca en la búsqueda de una palabra precisa, de un
calificativo suficientemente conciso que pueda expresar y definir a su
ministerio.
Es difícil, en una sociedad instalada en la perversión, que las
palabras no estén recubiertas de esa espesa perversión. La palabra
«cultura» es una de ellas. Si esta palabra fuese una croqueta,
estaríamos ante una unidad que ha pasado por el huevo y el pan rayado
muchas veces, tantas que la bechamel está allí, muy abajo, sumida en la
profunda e inaccesible oscuridad en la que su cocinero la ha colocado
intencionadamente.
No es responsabilidad del cocinero nuestra dieta. No tenemos porque
comer croquetas. Siempre podemos hacernos una tortilla o simplemente
acostarnos sin cenar. Pero somos pajarillos desplumados en nido ajeno
piando desesperados esperando que una serpiente que siempre se hace
pasar por nuestra madre nos coloque en la boca su bífida lengua en la
que nosotros vemos proteínicos gusanos.
La cultura la escriben con minúsculas desde su ministerio aunque
ellos intentan que sean «micrúsculas» en un alarde de inventiva
desintegradora.
Todo para La Bestia, esa que se describe en el manual
sobre el que ellos juraron sus cargos. Las personas para las que
trabajan no tenemos rostro… ni derechos. Están ahí para escribir con
«micrúsculas» palabras como poesía, libertad, pan, arte, trabajo,
dignidad, conocimiento, educación, bienestar, cultura… «micrúsculas»,
ellos quieren que nuestros nombres y vidas se escriban con «micrúsculas»
porque sus nombres, los de ellos, los quieren esculpidos sobre grandes
fachadas de mármol ministerial con mayúsculas del tamaño de las fortunas
forjadas desde el cadáver de la Cultura.
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