De su colección de cuentos “Felicidad clandestina”:
- No sabía si era inteligente. Ser inteligente o no era algo que dependía de la inestabilidad de los otros.
-
Pues el paso que muchos no llegan a dar nunca, él ya lo había dado:
había aceptado la incertidumbre, y lidiaba con sus componentes con la
concentración de quien examina algo a través de las lentes de un
microscopio.
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Aquel día, pues, él conoció una de las formas extrañas de la
estabilidad: la estabilidad del deseo irrealizable. La estabilidad del
ideal intangible. Él, que era un ser consagrado a la moderación, se
sintió por primera vez atraído por lo inmoderado: una atracción por el
extremo imposible. En una palabra, por lo imposible. Y por primera vez
sintió, en consecuencia, amor por la pasión.
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Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con
la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie
de máscara.
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Porque hacía del amor un cálculo matemático equivocado: pensaba que,
sumando las comprensiones, amaba. No sabía que es sumando las
incomprensiones como se ama verdaderamente.
- Pero los sentimientos son agua de un instante.
- ¿Por qué atraigo a personas a las que ni siquiera gusto?.
- Yo sabía que somos aquello que ha de suceder.
- El coraje de ser el otro que se es, y de nacer de parto propio, y de abandonar el antiguo cuerpo en el suelo.
- Les faltaba el peso de un error grave, que tantas veces es lo que por azar abre una puerta.
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Horrorizada, con la mano en la boca, corría, para no detenerme nunca,
la oración más profunda no es la que pide, la oración más profunda es la
que no pide más, corría, corría muy asustada.
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Sobre todo, ya había empezado a no sentir placer en que la condecoraran
con el título de hombre a la menor señal que presentaba de ser una
persona.
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