Si el ministro del Interior, tras declararse incapaz de gestionarlo
por sí mismo, le vendiera el orden público a Construcciones y Contratas,
nos parecería un escándalo. Lo mismo que si el de Defensa, tras
declarar públicamente su aversión a las armas de fuego, adjudicara su
ministerio a Prosegur, y quien dice Prosegur dice Massimo Dutti o
Mercadona. De modo que cuando un político confiesa su impericia para
aquello para lo que es llevado y traído en un coche oficial como un bebé
en su carrito, debería dimitir o, en su defecto, deberíamos dimitirlo ipso facto.
Regalarle la sanidad pública a tu cuñado (metafóricamente hablando,
todos los beneficiarios son cuñados) es un modo de corrupción, y el más
difícil de denunciar, pues como en el cuento La carta robada, de Poe, se lleva a cabo delante de nuestras narices.
Así que vamos a empezar a llamar a las cosas por su nombre.
Enriquecer a una empresa privada con el dinero público destinado a la
sanidad o a la educación o la justicia, por no citar de nuevo el orden
público o la defensa nacional, es pura y llanamente un crimen, más
condenable si el criminal, a modo de coartada, confiesa que es un idiota
al que no le salen los números, excepto cuando se trata de cobrar
comisiones. Si es idiota, que lo retiren y pongan a otro capaz de
gestionar el departamento.
Las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros de los
viernes no son una muestra de talento moral, ni siquiera de inteligencia
escénica. Pero a Sáenz de Santamaría no se le ha ocurrido todavía
vendérselas a Miguel Rodríguez, que tiene una empresa de publicidad y es
más que un cuñado. Quizá sea una cuestión de tiempo: después de todo,
el presidente del Gobierno se ha privatizado a sí mismo al venderle su
gestión a la banca alemana. Él mismo lo proclamó en sede parlamentaria:
no soy más que un mandado.
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