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Domingo
dic 2012
El truco es viejo como el mundo, no se entiende cómo aún
funciona, y quizá hoy más que nunca. Hice hablar de ello a un personaje
de mi novela más reciente, que se hacía una reflexión parecida a esta:
no es sólo por necesidad o comodidad por lo que uno delega en otros,
sobre todo para los asuntos ingratos o los trabajos sucios; el que da la
orden de matar a alguien y contrata a un sicario puede llegar a
convencerse de que apenas tuvo que ver en el asesinato, al fin y al cabo
él no estaba allí cuando se cometió; por inverosímil que parezca, cabe
la posibilidad de engañarse hasta las últimas consecuencias, se puede
poner en marcha una cosa y después “desentenderse”, y por supuesto
culpar al que se manchó las manos. No en balde los actores y cantantes,
los escritores, los boxeadores y los toreros cuentan con representantes,
agentes, managers y apoderados respectivamente. No sólo les
sirven para ocuparse de la burocracia y conseguirles condiciones
mejores, asesorarlos en cuestiones que los aburren o de las que poco
saben, también para quitarse responsabilidades. “Eso es decisión de mi
agente”, se escaquean. “Mi representante no me lo permite”, como si el
delegado tuviera potestad para imponerles algo. Salvo con los actores,
escritores y demás muy tontos o despistados, muy inútiles o
ensimismados, eso nunca es cierto: son ellos quienes tienen la última
palabra. Otro tanto ocurre con los clientes y sus abogados, los
empresarios y sus asesores, los Presidentes y sus ministros. Pero, si
ellos mismos son capaces de persuadirse a veces de que son “inocentes”
de lo que ejecutan sus subordinados o secuaces, ¿cómo no van a convencer
al resto, a la gente corriente?
El truco funciona aún tanto que hace unas semanas los jueces (que no
son precisamente del montón, sino personas formadas y duchas en detectar
triquiñuelas) cayeron en la ingenuidad de desestimar como interlocutor
de sus protestas y reivindicaciones al Ministro de Justicia, que ha
conseguido sublevar a magistrados, fiscales, abogados y procuradores y a
la población entera, independientemente de sus tendencias e ideologías.
“Hay que hablar de poder a poder: con el Presidente”, dijeron. ¿De
verdad creen que habría alguna diferencia si su interlocutor fuera
Rajoy? ¿Que Gallardón toma decisiones injustas, hace reformas abusivas y
demenciales por cuenta propia y con toda libertad? ¿Se imaginan que
Rajoy sería más razonable? ¿Acaso ignoran que los actos de Gallardón los
dicta su superior, o si acaso FAES, la fundación de Aznar, que le va
señalando el camino y el modelo de Estado? Lo mismo sucede con el
hipervitaminado torete Wert, al que desde el primer día se le subió a la
testuz el cargo. Que el pobre se haya desquiciado a nivel personal y se
haya “animalizado” no significa que obre espontáneamente, hasta ahí
podíamos llegar. Sus reformas, sus recortes, sus sumisión a los obispos,
su lunático deseo de españolizar a los españoles (es otro que ha
logrado ponerse en contra a la sociedad en su pleno: rectores,
profesores de todas las enseñanzas, alumnos, padres de alumnos,
artistas, empresarios culturales), no son meras ocurrencias suyas, por
mucho entusiasmo que haya decidido aplicarles como buen siervo que es.
Obedecen a un plan, son órdenes de los que mandan; su reclamadísima
dimisión no serviría de nada. Tampoco Montoro actúa por propia
iniciativa (con su vocezuela), ni Mato en Sanidad, ni Fernández Díaz en
Interior; ni siquiera el subalterno-sustituto de Aguirre en la Comunidad
de Madrid, aunque parezca enfrentado con el Gobierno en su aspiración a
cobrarle a la gente un euro por receta médica. Todos están supeditados
al Presidente, todos siguen sus consignas.
¿Cómo es posible que la población se crea –jueces incluidos- que en
un partido congénitamente autoritario como el Popular los delegados van
por libre? (Ese partido, no se olvide, fue fundado por Fraga,
ex-ministro de Franco, y jamás ha utilizado otro método para designar
candidatos que el dedo de quien está más arriba; desconocen lo que son
elecciones internas o primarias.) Hace ya muchos meses, al poco de
ocupar Rajoy la Presidencia, dije aquí que su estilo de gobernar y
escabullirse era claramente heredero del de Franco, a buen seguro su
mayor maestro. Lamento que el tiempo me haya dado la razón con creces,
porque, tras tanto decreto-ley y tanta imposición de su mayoría
absoluta, tanto menosprecio del Parlamento y de la oposición, tanta
amenaza poco velada a los medios críticos y tanto incumplimiento de sus
promesas y de su programa, tanto atropello a los derechos de los
españoles arduamente adquiridos, a este Gobierno sólo le queda de
democrático la manera en que fue elegido. No hay que remontarse a Hitler
para recordar que a un Gobierno no le basta con eso para ser
democrático: el timbre ha de ganárselo a diario, en sus formas y en sus
fondos. Rápidamente, en sólo un año, nuestro país se va pareciendo
–algo o bastante– a la Venezuela de Chávez, a la Italia de Berlusconi, a
la Rusia de Putin y a la Argentina de Cristina Fernández, es decir, a
pseudodemocracias o regímenes más bien despóticos, aunque salidos de las
urnas. Los máximos responsables no son los subordinados, por selváticos
y desagradables que sean los actuales ministros. Ellos cumplen, sobre
todo, lo que les exige el que manda, sea éste Rajoy o –aún más grave– el
2consejo pensante” de FAES, al que nadie nunca ha votado.
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