Decálogo de Isaac Rosa para escribir una novela política
1.-Lenguaje:
no es la herramienta del escritor. Es más bien un terreno de juego. O
un campo de batalla. En el que llevamos las de perder. El lenguaje
hegemónico se impone con nuestro descuido, cargado de significados que
tal vez no deseábamos. Si no te acercas a él con tensión, con
desconfianza, al final solo reproduces ese lenguaje. Que siempre es el
del poder. Crees que el lenguaje te sirve, y acabas sirviendo tú al
lenguaje. (Y lo dice alguien que más de una vez ha sido siervo cuando
creía ser señor).
2.-Tiempo: la materia prima de
toda narración es el tiempo. Y no hablamos de cronología, ni de cuidar
que al lunes le siga el martes. El tiempo es el que da densidad a lo
narrado, lo dilata o contrae, lo deforma, lo hace vivo. El tiempo
narrativo, ajeno a las leyes físicas habituales, un territorio cuyas
dimensiones y leyes decides tú. (Y lo dice alguien que todavía a veces
confunde el tiempo narrativo con el cronológico).
3.-Voz:
quién cuenta. Desde dónde cuenta. Encontrar el punto de vista, y el
tono de esa voz, es tener ya media novela. No acertar en encontrarlo
garantiza el fracaso. (Y lo dice alguien que ha vuelto a la casilla de
salida varias veces por ese motivo).
4.-Ritmo: el
de la escritura, que será el de la lectura. En las mejores novelas,
hasta la escritura de apariencia más plana se sostiene sobre un ritmo
cuidado. La prueba de la lectura en voz alta sigue siendo válida. (Y lo
dice alguien que tiene decenas de páginas que no resisten esa prueba).
5.-Diálogos:
cuántas buenas historias se malogran por un torpe uso del diálogo. Los
personajes no dicen en los diálogos, no más que con sus acciones. Cuando
hablan sabemos de ellos, más que de lo que cuentan. El buen diálogo
caracteriza. El mal diálogo es meramente informativo. En lo más bajo
están esas conversaciones de dos personajes que hablan para que el
lector les oiga. (Y lo dice alguien que recuerda con sonrojo algún
diálogo propio).
6.-Itinerario: dónde vas. Desde
dónde. No hace falta una hoja de ruta minuciosa, pero es fundamental
marcar la casilla de inicio, la de llegada, algunas estaciones
intermedias. Desconfía de los autores que aseguran que el personaje se
rebela y anda solo. Es mentira, nunca sale bien. (Y lo dice alguien que,
pese a llevar mapa, ha elegido la deriva alguna vez y ha acabado
perdido).
7.-Lector: está ahí, al otro lado de la
página. Hay que tener en cuenta su presencia. Y más importante: asumir
que él también sabe que nosotros estamos a este lado. A partir de ahí,
no hay relación en plano de igualdad, imposible, ni intentarlo. Pero hay
que contar con él. Saber que tiene expectativas, que nunca lee desde
cero, en blanco, que se ha educado en una forma de lectura donde a
ciertas acciones siempre le siguen ciertas consecuencias. Hay que
decidir qué hacer con esas expectativas, si satisfacerlas, demorarlas o
traicionarlas. Las tres opciones son válidas, siempre que se haga con
honestidad. (Y lo dice alguien que no está seguro de haber sido honesto
en todos los casos).
8.-Lector (2): cuidado con
la seducción. La tentación siempre es conquistar al lector por la vía
más rápida. Seducirlo. Y es tan fácil a veces, cómo resistirse a ello.
Algo peor a que el lector se sienta tratado como un tonto: que se sienta
tratado como un listo. Que descubra que tratamos de seducirlo
intelectualmente: que escribimos con claves que funcionan como miguitas
de pan para que las vaya recogiendo y al masticarlas sienta: “qué listo
soy”. Si al final descubre el truco, se acabó. (Y lo dice alguien que no
siempre se ha resistido a seducir al más débil).
9.-Ironía:
la figura triunfante de nuestro tiempo. La más atractiva, la mejor
acogida, la distintiva de tantos autores. Pero también la más peligrosa,
la peor manejada, la peor entendida. Antes de usar la ironía, lee este
brillante texto de Constantino Bértolo: http://www.solodelibros.es/15/12/2008/la-ironia-el-gato-la-liebre-y-el-perro/ (Y lo dice alguien que más de una vez ha abusado de ella).
10.-Leer/Releer: hay
que leer a los clásicos, para saber que pertenecemos a una tradición,
para elegir a qué rama del árbol vincularnos, y para no caer en el
adanismo. Hay que leer a los contemporáneos, para saber que escribimos
en nuestro tiempo y para nuestro tiempo, y confrontar con ellos. Hay que
leer a Virginia Woolf. Hay que releer lo escrito, una y otra vez. En la
relectura y reescritura está la otra mitad de la novela (la primera
mitad, recordamos, era la voz). Y eso de dejar unos días, semanas,
meses, y volver a releer, es cierto, funciona. ¿Dije ya que hay que leer
a Virginia Woolf? (Y lo dice alguien que ha leído a Woolf, sí, pero).
Y
un último consejo, el once, aunque rompa la redondez del decálogo:
pasear. Andar con el libro en la cabeza. Las novelas hay que pasearlas
durante horas, durante kilómetros. Pasearlas ayuda a enfrentar el
lenguaje, manejar el tiempo, encontrar la voz, dotar de ritmo a la
prosa, eludir los diálogos innecesarios, decidir el itinerario a seguir,
respetar al lector, manipular con cuidado la ironía. (Y lo dice alguien
que, ahora sí, ha paseado mucho cada novela).
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