28 may 2013
Matar al padre es natural, aunque se agradezca tanto ese me cago en Freud de María Galiana en Conversaciones con Mamá, la obra de teatro que está haciendo con Echanove. Una morcilla,
reconocida por la actriz que hubo de lidiar siglos con adolescentes de
instituto, bendita sea. Pero aun asumiendo que hacer picadillo a los
progenitores resulte la forma más saludable de crecer y construirse como
uno mismo, o más o menos, digo yo que es una fase y no una forma
perdurable de vivir. Resultaría angustioso, por no decir grotesco, que
octogenarios al fin, parcos en pelo y dientes, anduviéramos reprochando
la falta de lactancia materna o que se nos tratara invariablemente como
el mayor, el menor o, me pongo en lo peor, el hijo mediano de la prole.
Oí una vez a un admirado amigo decir: “hijo, de lo mal padre que
seguramente haya sido a veces… yo ya me he perdonado”. Que es una manera
de empezar a tratarse de igual a igual, reconocerse errantes natos,
carne de fracasos, mortales en suma.
Hay un algo de matar al padre en algunos discursos -de
algunos que son padres ya, por cierto y que deberían remojar las barbas
de su juventud ya madura- sobre la transición. Y algo de desmemoria.
Que la transición haya servido de modelo no significa que haya sido
modélica. Nada lo es. El mejor de los mundos posibles, ya nos lo dijo
Leibniz. Todo lo más fue útil, término este indispensable para recordar
que también en política los acuerdos deben funcionar, las leyes
aplicarse y los presupuestos llegar a su destino. Tal vez algunos se
hayan pasado de frenada y confundan lo que fue adecuado con lo que es
eterno y quieren darle rango de credo a lo que es un acuerdo, la
Constitución, valiosa en cuanto sirve, modificable en cuanto mudamos los
humanos y cambiamos las reglas y hasta los largos de la falda o la
costumbre de no mojar el pan. Aunque siento informar de que el
desencanto también es añejo. Estrenada la normalidad democrática y por
influencia de aquella melancólica película El Desencanto de
Jaime Chávarri vinieron en decir aquellos protagonistas del
antifranquismo de primera fila que andaban desencantados. Que cuando se
apagó la lucecita de El Pardo no se encendieron los neones del Paraíso
Terrenal.
Tienen derecho, quienes no decidieron entonces, a reinventar el lugar
-la democracia entendida como espacio de entendimiento- donde habitan,
pero está feo eso de inventarse la historia o incluso explicarla desde
hoy, y no teniendo en cuenta las circunstancias de ayer. No hace falta
ponerse orteguianos para saber que se hace lo que se puede aunque se quiera, y que se fue posibilista porque andaba en juego el futuro de todos.
A eso voy: hablando de futuro, ese porvenir de entonces fue ayer mismo, está siendo. Si dejamos sin desarrollar el Título VIII,
la sucesión de la corona claramente sexista, algunas instituciones
apenas esbozadas… han pasado más de treinta años con sus gobiernos, sus
parlamentos, su oposición, sus periodistas y sus politólogos… algo no
hemos hecho y no parece lógico endosárselo a la Transición. Algo
hemos postergado o si prefieren la recurrente referencia bíblica algún
denario de la herencia hemos dejado pudrirse bajo las tablas del parqué.
Hay opinadores muy jóvenes de los que aprendo mucho a los que noto
una cierta tendencia a demonizar aquello que se hizo, a llamarlo
fallido, como si lo que no vale hoy no valiera per se. Han pasado
treinta años, insisto, y hay muchos otros a los que reprochar. No se ha
querido reformar el Senado, ni revisar la Constitución y en lo que a mí
respecta las mujeres tardamos casi 25 años en tener una ley del aborto
garantista, esa que la derecha quiere anular ahora.
A cada uno lo suyo. Al padre, a la madre y hasta a la tía gorrona que viene a arruinarnos el café del domingo.
Pero dejemos de culpar al pasado. Y curremos por un hoy que merezca
el respeto de mañana. Y de nosotros mismos cuando nos miramos al espejo.
A ciertas edades mamá no es la culpable de la ropa que llevas. O eso
espero.