Fue en 1961 cuando en el periódico The Vancouver Sun apareció
un reportaje sobre una joven escritora, Alice Munro, que había ido
construyéndose una cierta reputación literaria publicando cuentos en
revistas o vendiéndolos para la radio pública canadiense. Munro tenía
entonces treinta años. En la foto que abre la entrevista vemos a una
mujer atractiva con sus dos hijas, de siete y cuatro años. Aunque el
simple hecho de que le dedicaran un espacio en la prensa muestra que
comenzaba a ser reconocida como escritora de gran talento, el titular
que encabeza el reportaje delata un profundo anacronismo: "Ama de casa
encuentra tiempo para escribir relatos". En la misma entrevista ella
cuenta cómo aprovecha el tiempo de siesta de las niñas para escribir en
el cuarto donde ha colocado el cuaderno y la máquina. Esa habitación
propia que Virginia Woolf estableció como primordial para que una mujer
accediera a una vida plena estaba situada en el caso de Munro en el
cuarto de la plancha. Su hija Sheila cuenta en un libro original y
conmovedor (Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro)
cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en aquella habitación su madre
retiraba el cuaderno a un lado, como si quisiera dar a entender que
estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de la compra. Hoy, a sus
casi ochenta años, Munro, tan esquiva como entonces, despliega una
especie de maternidad no deseada pero real sobre todos los escritores
canadienses. Bautizada en su país como "nuestra Chéjov", Alice Munro
construyó la base del realismo moderno canadiense, que en el país
vecino, Estados Unidos, se había cimentado mucho antes; pero, además, la
penuria de una niñez rural en la provincia de Ontario hace que su
propio recorrido vital y el que cuenta en sus historias se hayan
convertido, con el tiempo, en un espejo que agranda la vida de las
personas humildes. Munro ha escrito en alguna ocasión que no necesita
elaborar ni embellecer a sus personajes: "La vida de la gente es
suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es,
monótona, sencilla, increíble, insondable". Sólo quien no tiene
perspicacia para ahondar en el alma humana hace una distinción entre
personajes fascinantes, con brillo social, y aquellos que parecen
destinados a caer en el olvido. Estos últimos son los que pueblan el
mundo imaginario de Munro, los que mejor conoce, aquellos entre los que
se crió, a los que deseó ser infiel, luchando por poner tierra por medio
y estudiar en la universidad, y a los que ha sido tozudamente fiel
desde su literatura. Munro creció en el seno de una familia
presbiteriana, no fanáticos religiosos pero sí personas de una ética muy
estricta. Mientras que en Estados Unidos, el elefante dormido al otro
lado de la frontera, la religión siempre estuvo aliada con la ambición
económica, en estas familias de pioneros escoceses el trabajo era un fin
en sí mismo y mostrar un excesivo interés por el dinero o hacer
evidente cualquier tipo de veleidad ajena a la vida común era
considerado un pecado de vanidad. Su padre, Robert Laidlaw, que trató
infructuosamente de sacar adelante un criadero de zorros, era un hombre
humilde pero amante de la literatura. Procedentes de una tradición de
grandes lectores de la Biblia los Laidlaw escribieron diarios que se han
convertido en auténticos relatos de la dura vida de los pioneros. La
escritura sin vanidad. Esa fue la escuela moral de la joven Alice. Y a
pesar de que en su propia peripecia vital se resumen los grandes cambios
que para la mujer supuso el siglo XX -de la necesidad de casarse para
huir de su destino a convertirse en una mujer emancipada en los
setenta-, su manera de entender el oficio literario sigue estrechamente
unida a la moral presbiteriana: trabajar sin hacer exhibición de los
logros, casi secretamente. No es casual que la biografía que sobre ella
escribió Catherine Sheldrick lleve por título A double life.
Una vida doble, aquella que todos veían, la de esposa y madre, y otra
tan oculta como firme y poderosa, la que le proporcionaba esa mente
fantasiosa que le permitió crearse una existencia paralela desde los 12
años. Hace unos tres años publicó La vista desde Castle Rock en
donde rendía homenaje a sus antepasados, acompañándoles en su viaje de
Escocia a la nueva patria. Los amantes de la literatura de Munro se
alarmaron cuando esta afirmó que dejaba para siempre la escritura. Por
fortuna, se sintió incapaz de adaptarse a la vida de "las personas
normales". Hubo de reconocer que a esas alturas de su vida no sabía
hacer otra cosa. El resultado de ese regreso es este deslumbrante Demasiada felicidad,
diez relatos que contienen el universo de Munro y algo más: una mujer
que visita en la cárcel a un marido que le mató a sus tres hijos; una
viuda que abre la puerta a un asesino; una madre que reencuentra a un
hijo tras años sin tener noticias de él; dos mujeres que comparten un
recuerdo inconfesable de cuando eran niñas... Todos ellos arrastrando
decisiones o recuerdos que les marcaron la vida, sobreviviendo al
desastre, sobreponiéndose a la adversidad como sólo saben hacerlo los
personajes nada heroicos. Hay momentos en los que el lector siente que
se le hiela la sangre. Sin estridencias, en apenas una frase que a
menudo pasa desapercibida en una primera lectura, Munro ofrece una clave
que dará luz a la historia. No son cuentos para el lector desatento. Es
una escritura engañosa en su sencillez, bella y extraña, que exige una
entrega en la lectura y, a menudo, una relectura para entender más
hondamente lo leído. Dijo un crítico canadiense que Alice Munro "inventa
la realidad". En este caso ha inventado o dado luz a una realidad
sombría: "Espero que los lectores no encuentren estos relatos muy
lúgubres, pero la vida casi siempre es dura". Los amantes de la
literatura de Munro no esperamos otra cosa que su mirada, realista en el
sentido más noble, universal como sólo pueden serlo las historias
locales, cruda y siempre misteriosa.Pero es curioso que el menos
munroniano de todos los relatos es el que da título al libro. Es la
historia de una matemática y novelista rusa de últimos del XIX, Sofía
Kovalevski, que Munro encontró por azar y de la que quedó prendada.
Aunque el paisaje es ajeno a Munro, la escritora pone en boca de Sofía
uno de esos pensamientos que a menudo asaltan la mente de las mujeres de
sus cuentos: "Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás,
cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con
ella". Cuando leía esta suerte de novela rusa comprimida me aventuré a
pensar que la escritora había tenido en mente a Chéjov mientras la
escribía. Buscando en las entrevistas que le hicieron en su país me
encontré con este curioso comentario que la delata como mujer apasionada
y sincera: "Mientras lo escribía pensaba si Chéjov se habría enamorado
de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las
mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz
Olga Knipper que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible
que yo le hubiera gustado".
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