La novela de sus recuerdos
Granma
reproduce una crónica del líder histórico de la Revolución, Fidel
Castro y otra del escritor Ángel Augier sobre García Márquez; así como
dos entrevistas que confirió el Premio Nobel a nuestro diario.
Fuente: Granma Internacional. 08/12/02 pag.: 8
Gabo y yo estábamos en la ciudad de Bogotá el triste día 9 de abril
de 1948 en que mataron a Gaitán. Teníamos la misma edad: 21 años; fuimos
testigos de los mismos acontecimientos, ambos estudiábamos la misma
carrera: Derecho. Eso al menos creíamos los dos. Ninguno tenía noticias
del otro. No nos conocía nadie, ni siquiera nosotros mismos.
Casi medio siglo después, Gabo y yo conversábamos, en vísperas de un
viaje a Birán, el lugar de Oriente, en Cuba, donde nací la madrugada del
13 de agosto de 1926. El encuentro tenía la impronta de las ocasiones
íntimas, familiares, donde suelen imponerse el recuento y las efusivas
evocaciones, en un ambiente que compartíamos con un grupo de amigos del
Gabo y algunos compañeros dirigentes de la Revolución.
Aquella noche de nuestro diálogo, repasaba las imágenes grabadas en
la memoria: ¡Mataron a Gaitán!, repetían los gritos del 9 de abril en
Bogotá, adonde habíamos viajado un grupo de jóvenes cubanos para
organizar un congreso latinoamericano de estudiantes. Mientras
permanecía perplejo y detenido, el pueblo arrastraba al asesino por las
calles, una multitud incendiaba comercios, oficinas, cines y edificios
de inquilinato. Algunos llevaban de uno a otro lado pianos y armarios en
andas. Alguien rompía espejos. Otros la emprendían contra los pasquines
y las marquesinas. Los de más allá vociferaban su frustración y su
dolor desde las bocacalles, las terrazas floridas o las paredes
humeantes. Un hombre se desahogaba dándole golpes a una máquina de
escribir, y para ahorrarle el esfuerzo descomunal e insólito, la lancé
hacia arriba y voló en pedazos al caer contra el piso de cemento.
Mientras hablaba, Gabo escuchaba y probablemente confirmaba aquella
certeza suya de que en América Latina y el Caribe, los escritores han
tenido que inventar muy poco, porque la realidad supera cualquier
historia imaginada, y tal vez su problema ha sido el de hacer creíble su
realidad. El caso es que, casi concluido el relato, supe que Gabo
también estaba allí y percibí reveladora la coincidencia, quizás
habíamos recorrido las mismas calles y vivido los sobresaltos, asombros e
ímpetus que me llevaron a ser uno más en aquel río súbitamente
desbordado de los cerros. Disparé la pregunta con la curiosidad
empedernida de siempre. "Y tú, ¿qué hacías durante el Bogotazo?", y él,
imperturbable, atrincherado en su imaginación sorprendente, vivaz,
díscola y excepcional, respondió rotundo, sonriente, e ingenioso desde
la naturalidad de sus metáforas: "Fidel, yo era aquel hombre de la
máquina de escribir".
A Gabo lo conozco desde siempre, y la primera vez pudo ser en
cualquiera de esos instantes o territorios de la frondosa geografía
poética garciamarquiana. Como él mismo confesó, lleva sobre su
conciencia el haberme iniciado y mantenerme al día en "la adicción de
los best-sellers de consumo rápido, como método de purificación contra
los documentos oficiales". A lo que habría que agregar su
responsabilidad al convencerme no solo de que en mi próxima
reencarnación querría ser escritor, sino que además querría serlo como
Gabriel García Márquez, con ese obstinado y persistente detallismo en
que apoya como en una piedra filosofal, toda la credibilidad de sus
deslumbrantes exageraciones. En una oportunidad llegó a aseverar que me
había tomado dieciocho bolas de helado, lo cual, como es de suponer,
protesté con la mayor energía posible.
Recordé después en el texto preliminar de Del amor y otros demonios
que un hombre se paseaba en su caballo de once meses y sugerí al autor:
"Mira, Gabo, añádele dos o tres años más a ese caballo, porque uno de
once meses es un potrico". Después, al leer la novela impresa, uno
recuerda a Abrenuncio Sa Pereira Cao, a quien Gabo reconoce como el
médico más notable y controvertido de la ciudad de Cartagena de Indias,
en los tiempos de la narración. En la novela, el hombre llora sentado en
una piedra del camino junto a su caballo que en octubre cumple cien
años y en una bajada se le reventó el corazón. Gabo, como era de
esperarse, convirtió la edad del animal en una prodigiosa circunstancia,
en un suceso increíble de inobjetable veracidad.
Su literatura es la prueba fehaciente de su sensibilidad y adhesión
irrenunciable a los orígenes, de su inspiración latinoamericana y
lealtad a la verdad, de su pensamiento progresista.
Comparto con él una teoría escandalosa, probablemente sacrílega para
academias y doctores en letras, sobre la relatividad de las palabras del
idioma, y lo hago con la misma intensidad con que siento fascinación
por los diccionarios, sobre todo aquel que me obsequiara cuando cumplí
70 años, y es una verdadera joya porque a la definición de las palabras,
añade frases célebres de la literatura hispanoamericana, ejemplos de
buen uso del vocabulario. También, como hombre público obligado a
escribir discursos y narrar hechos, coincido con el ilustre escritor en
el deleite por la búsqueda de la palabra exacta, una especie de obsesión
compartida e inagotable hasta que la frase nos queda a gusto, fiel al
sentimiento o la idea que deseamos expresar y en la fe de que siempre
puede mejorarse. Lo admiro sobre todo cuando, al no existir esa palabra
exacta, tranquilamente la inventa. ¡Cómo envidio esa licencia suya!
Ahora aparece Gabo por Gabo con la publicación de su autobiografía,
es decir, la novela de sus recuerdos, una obra que imagino de nostalgia
por el trueno de las cuatro de la tarde, que era el instante de
relámpago y magia que su madre Luisa Santiaga Márquez Iguarán echaba de
menos lejos de Aracataca, la aldea sin empedrar, de torrenciales
aguaceros eternos, hábitos de alquimia y telégrafo y amores turbulentos y
sensacionales que poblarían Macondo, el pequeño pueblo de las páginas
de cien años solitarios con todo el polvo y el hechizo de Aracataca. De
Gabo siempre me han llegado cuartillas aún en preparación, por el gesto
generoso y de sencillez con que siempre me envía, al igual que a otros a
quienes mucho aprecia, los borradores de sus libros, como prueba de
nuestra vieja y entrañable amistad. Esta vez hace una entrega de sí
mismo con sinceridad, candor y vehemencia, que le develan como lo que
es, un hombre con bondad de niño y talento cósmico, un hombre de mañana,
al que agradecemos haber vivido esa vida para contarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario