Como canta el bolero, “entre lo peor de
lo peor, soy lo peor”. No, no me he levantado con la autoestima
deshidratada. De hecho, ni siquiera siento ser tan mala persona como
‘ellos’ quieren hacerme creer. Sé que cuando un grupo se siente
amenazado, un instinto le obliga a defenderse. No importa si tiene o no
tiene razón. El caso es sobrevivir a la amenaza. De todos los mecanismos
de defensa hay uno que amasa tanta mezquindad que si no fuera tan
dañino nos podría llegar a provocar la risa. Es aquel que expone al ser
infantil que llevamos dentro, sin más mecanismos que la rabia cochina,
y, como en la fábula de la zorra y las uvas, se dedica a desacreditar
aquello que desea y no puede lograr. Dotan de negatividad a algo o
alguien que, objetivamente, no posee esos atributos para así intentar
reconducir la opinión pública y hacer que aquello que ayer era bueno
empiece a ser visto por los demás como algo maligno, nocivo e incluso
execrable.
La fórmula es aparentemente sencilla. Si
consigo que la protesta esté mal vista, si tú protestas lograré que tú
estés mal visto. De esa manera, te convierto en cómplice de la maldad,
en obstáculo para el progreso y la convivencia, te condecoro como
enemigo oficial, y convierto mi amenaza original en mi defensa. Lo que
‘ellos’ ignoran es que toda estrategia necesita de un estratega y cuando
tu modus operandi es la torpeza, difícilmente obtendrás el
provecho deseado. Por eso hoy, más convencido que ayer de formar parte
de las filas ‘enemigas’, confieso que soy lo peor y a mucha honra.
Soy un egoísta. Un ser que solo piensa en
sí mismo cuando sale a manifestarse contra las decisiones injustas que
toma un Gobierno más preocupado por salvar a los bancos que por proteger
a sus ciudadanos. Soy el que ensucia las aceras con papeles
garabateados con consignas anti-patrióticas porque reivindico una
educación y una sanidad pública. Soy el que vocifera contra el 21% de
IVA que asfixia a autónomos y hunde la cultura. Soy el que entorpece el
tráfico e impide que los taxistas puedan llevar un sueldo ese día a su
casa. Soy un ser insolidario.
Soy un manipulador. Porque tengo mis
argumentos para ir a la huelga, para manifestarme contra mi Gobierno, y
los expongo libremente. Eso me convierte en un tipo que coacciona la
libertad de los demás a trabajar y a amar a su Gobierno. Como si ambas
cosas fueran tan sencillas.
Soy un maleducado. Aplaudo a los
universitarios más brillantes de España que decidieron no estrechar la
mano que les ahoga. Chicos y chicas con sobresalientes y matrículas de
honor que no saludaron al ministro de Educación, al señor Wert,
en el acto de entrega de los premios nacionales de fin de carrera. Para
el PP y sus alrededores, esos universitarios tendrían muy buenas notas
pero son unos maleducados. Como yo, que tampoco le hubiese dado la mano a
la persona que recorta en becas, que sube las tasas, que dice que la
fuga de cerebros es buena y que los estudiantes no deben estudiar lo que
quieren sino lo que es necesario. Soy mala gente porque me enorgullezco
de la ‘mala educación’ de esos universitarios. Los veo y siento lo
mismo que sentí cuando los alumnos de El club de los poetas muertos se subían al pupitre. Emoción. Porque ese acto, supuestamente maleducado, manifiesta la unión de los buenos contra el malo.
Soy un nazi. Creo en los escraches de la
Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y no creo en los políticos
que se han burlado de una Iniciativa Legislativa Popular que quería
poner fin a la tragedia diaria que está provocando la usura de las
entidades bancarias. Yo soy un nazi y no algunas que militan en un
partido fundado por el ministro de un dictador que estrechó, con una
sonrisa, la mano de Hitler. Yo soy un nazi porque me indigno
cuando me quieren hacer co-responsable de esta crisis. Nosotros, las
víctimas del holocausto de la clase media, somos los nazis.
Soy ETA. Yo soy el terrorista porque
comprendo la irritación y la impotencia de aquellos que ven que el mismo
Gobierno que premia con una amnistía fiscal a los ricos que evaden
impuestos, equipara las revueltas indignadas en las calles con el
terrorismo de baja intensidad. Como ya expliqué en una ocasión, hemos
pasado de padecer a un comando terrorista a tener que sufrir a otro.
Ambos quieren imponer su ley: unos lo hacían con tiros en la nuca; otros
permiten que la gente se suicide porque la van a echar de su casa,
salvan a los bancos y condenan a los hipotecados, dejan que los
especuladores jueguen con nuestras vidas, sueñan con emplear a los
parados de larga duración como mano de obra barata, reconocen que ‘no
les queda más remedio’ que ser malos con nosotros, como diría cualquier
dictador mesiánico. Pero el terrorista soy yo, por protestar ante la
injusticia y enfrentarme al abusador. Como escribió uno en Twitter,
“protestad hacia dentro”. Solo así dejaremos de ser malos.
Sí. Para el Gobierno y sus alrededores, entre lo peor de lo peor, soy lo peor. Con mucho orgullo.
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