Pertenezco a una familia de antiguos propietarios de tierras
arruinados, que desconocían el valor del dinero. Mi padre empezó a
trabajar pasados los 40 años, forzado ya por las deudas. Nunca hubiese
consentido vender un solo olivo de su pequeña hacienda familiar, pero el
dinero le provocaba una fastidiosa mezcla de desdén y necesidad. Cuando
cobraba la paga extraordinaria, nos congregaba en el salón y tiraba los
billetes al techo. Los niños recogíamos los billetes y lo guardábamos
junto con las muñecas, el fuerte de los vaqueros o el dinero falso del
Monopoly. Horas después los devolvíamos a cambio de promesas falsas o
porque el juego, simplemente, había terminado.
El nombre de la paga extraordinaria delata nuestro origen de país sin
derechos. Para los mayores era la paga del 18 de julio y de la
cristianísima Navidad. Un pequeño obsequio con el que el poder mostraba
su lado más amable. Solo la democracia dignificó este pago como parte
del salario, lo aumentó y reguló. O al menos así lo creímos hasta que la
crisis nos devolvió a los años 60.
Lo que creíamos parte de nuestros derechos laborales vuelve a ser una
potestad graciosa y arbitraria del poder. Con un simple decreto —el más
bajo rango normativo— se esfuma una parte importante del salario de los
funcionarios, sin explicaciones ni transparencia alguna.
Los empleados públicos han sido el juguete favorito de esta crisis.
Tanto que ha habido competencia desleal para esquilmar sus
retribuciones. La Administración andaluza decidió suprimir la mitad de
la paga extra pero el Gobierno central se adelantó y la quitó por
completo. La Junta de Andalucía se quedó con las tijeras al aire, sin
material recortable. No hay sueldo para tanto Freddy Krueger.
Nuevamente las palabras pueden ser muy engañosas. Al hablar de
suprimir la “paga extraordinaria” ocultamos que se trata de un brutal
descenso de salarios que alcanza más del 14% de las retribuciones
anuales, sin contar el efecto de la congelación salarial, la subida del
coste de la vida o de los impuestos que han vuelto a caer solo y
exclusivamente sobre las rentas del trabajo. Las consecuencias de este
sacrificio han sido contraer el consumo hasta límites catastróficos.
Cuando Aznar reclama la bajada de los impuestos no es un estrafalario
expresidente, es un dardo que ha dado de lleno en el malestar de las
clases medias, empobrecidas, desorientadas, que se sienten indefensas
ante la acción de los Gobiernos. Es sumamente hipócrita que el mayor
defensor del austericidio venga ahora a proclamarse salvador de
sus propias políticas, pero los procesos políticos no son justos ni
bellos. Son simplemente un juego de fuerzas, de relatos y de transmisión
de ideas.
Por eso choca tanto que el Gobierno andaluz reduzca esta batalla a un
grado permisivo de recortes. Tijeritas andaluzas contra la motosierra
del Gobierno central. “Ellos te quitan una paga entera y nosotros la
mitad”, “ellos despiden el 70% de los interinos, nosotros el 50%”. El
hartazgo social avanza de forma exponencial y cualquier nuevo recorte
viene a colmar la medida de un vaso rebosante de desdichas. En la
sanidad es evidente el descenso de salarios, la acumulación de enfermos,
el colapso de las urgencias. En las cárceles, en la dependencia, en la
enseñanza el personal está al límite de sus fuerzas. En todos los
servicios, las bajas no se cubren, se contratan con cuentagotas
interinos y se les paga lo menos posible.
Ningún ciudadano tiene en su cabeza una tabla Excel para anotar
cuántos de estos recortes proceden del Gobierno central y cuáles del
andaluz. Y aunque sea verdad que en el contador gana por goleada el
equipo azul de la motosierra, hay decisiones como esta nueva supresión
de la paga extraordinaria que son responsabilidad plena del Gobierno
andaluz. Que necesitan este dinero, es evidente. Que vayan a acudir
nuevamente a los bolsillos de los trabajadores públicos, realmente
incomprensible.
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